Mi anterior artículo (¡Palabra de obispo! -
11-03-16) finalizaba con esta pregunta “¿Cuándo se podrá escuchar:
¡Palabra de seglar!?”. Sostenía entonces que a muchos contemporáneos la
palabra de la Iglesia los deja indiferentes, y consideraba que los obispos no
son garantes de la “Palabra”. Y es que oír de su boca “Palabra de Dios” y a
continuación escuchar “sus interpretaciones”, donde el Evangelio aparece
sepultado por doctrinas dogmáticas e inflexibles normativas, resulta difícil la
credibilidad. Dígase lo mismo de las homilías de muchos sacerdotes.
La
Iglesia se ha configurado a sí misma como verticalidad absoluta y absolutista.
En la cúspide de la pirámide eclesial, el Papa, con sus “elegidos”, ejerce el
dominio absoluto sobre la Palabra, apoyado en su infalibilidad. En la base de
la pirámide, sustentando todo el tinglado, los sin voz, los seglares o laicos,
condenados al silencio. Hasta la misma descripción de laico que define la
Iglesia es negativa. Laico es todo fiel cristiano “no ordenado, no
clérigo”. El énfasis en lo que “no es” ha hecho sentir
y pensar a los laicos que su identidad eclesial es “de segunda”. Aquí el orden
ministerial aparece como un plus, un algo más, que eleva de categoría a quienes
lo reciben y relega a naturaleza de plebe a los que no.
El Concilio Vaticano
II intentó tímidamente romper este dualismo; no se arriesgó a derogarlo. Pero a partir de entonces se puede afirmar que lo primario y básico en la
Iglesia es el “Pueblo de Dios”, no la “jerarquía”. De hecho, no es casualidad
que en la Constitución “Lumen Gentium” el capítulo que trata sobre el
Pueblo de Dios (cap. 2) preceda al que se refiere a la Jerarquía (cap. 3). Sin
embargo, a nivel práctico, la que lleva la voz cantante es la jerarquía: ella
es la que piensa, la que enseña, la que decide, la que organiza... Podríamos
hablar del “secuestro
de los laicos”.
¿La Palabra es
un derecho o un privilegio del clero?
El servicio de la Palabra
se encuentra ciertamente entre los ministerios preeminentes del Pueblo de Dios.
En particular, para Pablo los servicios de la Palabra vienen siempre en primer
lugar: “apóstoles, profetas y maestros” (1Cor. 12,28). Sin embargo,
estar al servicio de la evangelización no significa poseer por derecho propio
la exclusiva de la interpretación de la Palabra de Dios. Incluso, el mismo Concilio Vaticano II afirma que “la universalidad de los fieles, que tiene
la unción del Santo, no puede fallar
en su creencia” (L. G., 12). Dicho
más clásicamente “Vox populi, vox
Dei”. Y si alguien enarbola como
derecho la “dignidad sacerdotal”, deberá tener presente la carta de Pedro
refiriéndose a todos los creyentes: “Vosotros
sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por
Dios...” (1 Ped. 2,9). ¡Todos
sacerdotes, todos elegidos!
Así se pronuncia el Concilio
sobre los laicos:
“Cristo Jesús a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión,
también les hace partícipes de su oficio sacerdotal
con el fin de que ejerzan el culto espiritual
para gloria de Dios y salvación de los hombres” (L. G., 34)
Y el Código de Derecho Canónico alude al papel de los “ordenados” en la Eucaristía; y luego afirma: “a los demás fieles les corresponde también una parte propia en la
función de santificar, participando
activamente, según su modo propio, en las celebraciones litúrgicas y especialmente en la Eucaristía. (C. I. C.,
835. 4)
¿Por qué no confiar más en el sensato
discernimiento y formación del laicado? La constitución sobre
la Liturgia, Sacrosantum Concilum, introdujo enormes cambios en la
celebración de la Eucaristía. Los documentos conciliares hablan de
participación, que no se limita a colaborar, a tomar parte, sino a “aportar”,
como dice san Pablo, cada cual según su propio carisma y vivencia. (1 Cor
14, 26-32). En las asambleas eucarísticas, el laico no es un monaguillo del
sacerdote. El sacerdote preside, pero no es el único que ha recibido el “don
del Espíritu” para proclamar la Palabra. De hecho, en la historia de la Iglesia, desde sus comienzos,
no faltan casos eminentes de laicos, hombres y mujeres, incluidas diaconisas,
predicadores del Evangelio (Rom. 16, 1-15).
¿Quién
ha otorgado al clero la exclusiva en la trasmisión de la Palabra? La
respuesta es evidente: Ellos mismos, sus propias leyes. Con la
promulgación del Código de Derecho Canónico en 1983, se reordenó toda la
materia relativa a la predicación, y se incluyeron normas que marcaron novedad
en el derecho de la Iglesia. Una de ellas es la que se refiere a la predicación
de los seglares. En efecto, el canon 766 aprueba la predicación de los laicos,
pero solo en casos especiales y con autorización del obispo. Atentos al dato.
Según los cánones, los obispos ostentan el “derecho” de la predicación; los
sacerdotes y diáconos disfrutan de la “facultad” de predicar; los laicos no
poseen ni derecho ni facultad, solo el “permiso”.
Entre
las formas de predicación destaca la homilía reservada por ley únicamente a los
“ordenados”. La homilía se considera como el comentario y explicación de las
lecturas litúrgicas. Es cierto que no
todos los seglares están preparados para esta tarea; pero existen tanto hombres como mujeres que superan en
formación y vivencia a muchos ordenados “in sacris” y que resultarían adecuados
y dignos para pronunciar las homilías.
El anuncio de la Palabra es la primera misión de toda la comunidad. En realidad, la homilía no es más que la exposición
pública de una interpretación personal o colegiada de los textos bíblicos
leídos en el día. Al hilo de esta definición, me surgen varias preguntas. ¿Los
mismos textos evangélicos son interpretados de idéntica manera por obispos y
curas conservadores o progresistas o de centro? ¿Cuál de tales explicaciones y
comentarios es la correcta, la verdadera? Si la homilía estuviera escrita por
un “ordenado”, como ocurre con frecuencia,
y fuera leída por un seglar,
hombre o mujer, ¿se consideraría una irregularidad o infracción del canon?
Pienso que si el contenido de la plática es “legal”, dará lo mismo quién lleve
a cabo la tarea de la lectura. Por tanto, el responsable de la homilía será
quien la pronuncie. Homilías calamitosas las puede proporcionar el sacerdote
más humilde o el obispo o cardenal más preeminente. Por lo tanto, no se trata
del sexo de quien hable, sino de su frescura intelectual y de su capacidad para
interpretar los textos y convertirlos en verdadero mensaje cristiano. Lo que
importa es que no exista manipulación del Evangelio. La
autoridad no puede reivindicar monopolio alguno porque “el espíritu sopla donde quiere y reparte los carismas como Él
quiere” (1Cor. 12,4-11).
Necesitamos seglares en todas las tareas y puestos de responsabilidad
de nuestra Iglesia. Los laicos no perciben que
formen parte de los procesos de decisión. Es más, están convencidos de que no
se decide en función de sus intereses sino los de la propia jerarquía. Creo que todo mejoraría si hubiese más consideración
en los miembros de la cúspide de nuestra estructura eclesial volviendo a los
orígenes de la Comunidad.
Los laicos también construyen y enriquecen
internamente la Iglesia. No se resignan a seguir siendo sujetos pasivos,
obedientes ovejas, rebaño anónimo, y exigen que se reconozca el paso de siervos
a pueblo activo, a comunidad ejerciente de derechos, entre ellos, el derecho a
la proclamación de la Palabra.
Sólo
la Iglesia-comunión puede
superar eficazmente esta dicotomía: jerarquía-laicado.
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