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martes, 16 de julio de 2013

Amor a Dios = Amor al prójimo Carlos Escudero Freire

Enviado a la página web de Redes Cristianas
” La primera carta de Juan fue muy importante para muchas comunidades cristianas, porque combatía falsos misticismos, es decir, rechazaba la falsa religiosidad desligada de las personas con quienes convivían y se relacionaban, y de los problemas concretos que les afectaban a esas personas.
Este planteamiento tiene plena actualidad en nuestros días. Los que creen que pueden amar directamente a Dios, con sus rezos, sacrificios y actos de culto, sin haber contrastado ese amor con el amor hecho realidad a la gente de su entorno, es decir teniendo en cuenta sus necesidades reales, y abiertos también a las necesidades sangrante de la humanidad, viven de espaldas a la manera de ser de Dios y de su proyecto sobre la humanidad. Nos dice Juan:
«Con esto queda claro quienes son hijos de Dios… Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios, porque el mensaje que oísteis desde el principio fue éste: que nos amemos unos a otros…» [1 Juan 3,10-11]
Y poco después leemos:
«Hemos comprendido lo que es el amor, porque Jesús se desprendió de su vida por nosotros. Ahora también nosotros debemos desprendernos de la vida por nuestros hermanos. Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos, no amemos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad.» [1 Juan 3,16-18]
La misma carta más adelante afirma:
«Y su mandamiento es este: que demos fe al su Hijo Jesús, el Mesías, y nos amemos unos a otros como él nos amó» [1 Juan 3,23].
El creyente que no ayuda, ni se va entregando en el día a día a sus hermanos: “Ni conoce a Dios ni lo ama”. Se engaña a sí mismo. Ese amor que cree tener a Dios es pura falacia.
En la Última Cena Jesús pone el amor como distintivo de la nueva comunidad:
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros.
Igual que yo os he amado, amad también vosotros.
En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros» [Jn 13,34-35].
Nunca nos cansaremos de insistir en que esta cita del evangelio de Juan encierra lo más importante del Testamento de Jesús: la Ley antigua ya no tiene razón de ser, y da paso al mandamiento nuevo, que se centra en el amor de unos para con otros. No se nos dice que tenemos que amar a Dios, porque todo lo que es amor viene de él. Por el Espíritu, este amor se derrama en nuestros corazones, y sólo sube de nuevo hacia Dios, como verdadero culto, si se transforma en amor al prójimo, empezando por los más cercanos y necesitados. Aunque alguien esté negando el origen de ese amor, por desconocimiento o por una postura de agnosticismo ateo, su actitud de servicio y solidaridad, está siendo la mejor forma de reconocimiento de ese amor a Dios, entendido como Naturaleza, Derechos Humanos, Compromiso con la Vida, Lucha solidaria con los desheredados, etc…
Estas metas son el verdadero Dios y esta es la verdadera religión y el culto fundamental que nos pide Jesús, y no tiene nada de «sagrado». Tampoco se necesita mediadores sagrados para poder realizarlo. Se va llevando a cabo de mil maneras en el quehacer diario, que discurre como la vida misma, de forma normal, en el terreno de lo profano. [...] Si amamos como él nos ha amado, es decir con una entrega total, hasta estar dispuestos a entregar la vida por la persona amada, tendremos un signo inconfundible de que somos verdaderos discípulos de Jesús, aun sin saberlo, incluso rechazándolo, o viviendo la práctica de otra religión.
Cambia el punto de mira en el amor. Amar al Dios invisible puede ser una mera ilusión, o una escusa para eludir nuestra responsabilidad con los hermanos.
En la Parábola que propone Jesús se ve esta afirmación «¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?», y el Jurista no tiene más remedio que contestar, aun sin nombrarlo, porque lo consideraba un descreído y un hereje, a «El que tuvo compasión de él».
Ni el sacerdote, ni el clérigo, que seguramente evitaron acercarse, cumpliendo un precepto de la Ley que impedía acercarse a un cadáver, pensando que contraerían impureza legal, o porque llegarían tarde a los cultos del templo, donde “su dios” que era lo verdaderamente importante para ellos, así se lo exigía.
Creer que se ama a Dios desentendiéndose e incluso odiando al hermano, es pura ilusión y engaño: «El que diga “yo amo a Dios”, mientras odia a su hermano, es un embustero; porque quien no ama a su hermano a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo» [1 Juan 4,20].
El buen samaritano.
Podemos estar seguros de que amamos al prójimo, si lo socorremos en sus necesidades concretas, porque entregamos parte de nuestra vida a esta tarea. Esta entrega, como quehacer diario, es la mejor garantía de que también amamos a Dios de verdad y no sólo de palabra. Jesús recurre a esta afirmación para contestar al Jurista, pero sobre todo para instruir a sus discípulos sobre el reinado de Dios que se realiza en los hechos cotidianos que se nos pueden presentar en la vida. En esta parábola Jesús expone con nitidez en que consiste el amor a prójimo. No sólo es clara y transparente, sino que además está redactad por Lucas con una cruda ironía, que va dirigida directamente a aquellos que enseñan que el amor a Dios se identifica con actos de culto, rezos, ritos religiosos y con el estricto cumplimiento de las leyes, normas y preceptos, olvidando así que el amor al prójimo, única y verdadera señal de que también amamos a Dios, sólo se realiza con la ayuda, la entrega y la solidaridad con los más necesitados.
Sabemos que el jurista es un hombre culto, versado en la Ley mosaica. El evangelista, además, nos hace ver su hostilidad hacia Jesús (“para ponerlo a prueba”). Además como todos los “santones” se desentiende de los problemas de la vida cotidiana de la gente, pensando sólo en el “más allá” (“… para heredar la vida eterna”). Ante la pregunta que le hizo Jesús y la facilidad de la respuesta, porque se trataba de la oración que la gente sabía de memoria y recitaba todos los días, el jurista no quiso quedar desairado y le propone que clarifique quién es el prójimo, que da lugar a que Jesús responda con esta parábola:
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto… bajaba un sacerdote por el camino. Al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo… Al verlo dio un rodeo y pasó de largo.”
Jesús pone de manifiesto que los que pasan por ser “profesionales” de la religión, es decir “de lo sagrado”, niegan la ayuda concreta que le podían prestar al que se está desangrando y se encuentra medio muerto. El sacerdote y el clérigo viven un tipo de religión que nada tiene que ver con la vida y sus avatares. Hay una clara ruptura entre religiosidad y vida, porque la practican quieren entenderse directamente con Dios, a través de ritos, actos de culto y rezos, pero se desentienden de la vida real, es decir, dejan fuera de sus vidas los problemas, vicisitudes y necesidades de sus semejantes. Recitan de memoria a diario lo que está escrito en la Ley, y esta forma de oración sirve para tranquilizar sus conciencias, pero “dan un rodeo y pasan de largo” desentendiéndose del que está malherido, y necesita su ayuda.
“Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, le dio lástima. Se acercó a él, vendó sus heridas…”
En este punto la parábola encierra toda la fuerza de una ironía mordaz. En efecto, los hombres de religión se desentienden del que estaba medio muerto al borde del camino, mientras que un descreído, un samaritano, tachado de hereje por aquellos mismos hombres religiosos, al ver al herido, se conmovió. Se acerca a él (“a donde estaba el hombre” ¡esta es la clave!), y lo trata con mimo, a costa de trastocar sus planes (“iba de viaje”), pero aquel hombre necesitado reclama toda su atención. El hecho crudo e hiriente para los hombre de la religión es que un samaritano cuida y socorre con su propio dinero y con mimo a un desconocido, y lo trata como un hermano. Este contraste tuvo que ser profundamente hiriente para el jurista, porque los judíos despreciaban a los samaritanos, considerándolos paganos, descreídos y herejes. Y, aunque procedían de la misma raza, nunca le habían perdonado que hubieran edificado un templo, rival al de Jerusalén, en el monte Garizín. Era tal la enemistad y el odio entre judíos y samaritanos, que el mayor insulto que recibe Jesús, tiene este referente. En la discusión sobre el linaje de Abrahán, los dirigentes judíos le dicen a Jesús «¿No tenemos razón al decir que eres un samaritano y estás loco(tienes un demonio)? » [Jn 8,48].
«¿Qué te parece? ¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?.»
Para el jurista habría sido demasiado bochornosos y sonrojante haber tenido que responder: «el samaritano». Lo hizo con un circunloquio: «El que tuvo compasión de él». Pero precisamente esta respuesta expresa la compasión y los cuidados que el samaritano había prodigado al malherido.
Jesús nos está enseñando que compadecernos del que sufre y ayudarlo es algo fundamental para el que quiere ser su discípulo. Sin este requisito, la religión es pura falacia, y se convierte en un gran fraude; un culto vacío de contenido, y Dios no se deja sobornar por los ritos, oraciones, procesiones, “jubileos”, ni por diversos acto de culto.
Comprobamos que los núcleos esenciales del Nuevo Testamento, sobre el amor al prójimo, son las claves esenciales que debemos entender y asimilar para vivir como discípulos de Jesús. Una religión profusa en actos de culto no sirve para nada, si al mismo tiempo nos desentendemos de las necesidades concretas de nuestro prójimo.
Una vez más constatamos que el verdadero culto a Dios no es el que se realiza en lugares sagrados y por medio de ministros sagrados. Ni en estos lugares sagrados, ni estos ministros sagrados, son necesarios; es más son rechazados en la parábola, por estar desvinculados de la vida concreta y de las necesidades reales de la gente. El mensaje del evangelio es claro y tajante: la verdadera religiosidad consiste en la ayuda y solidaridad con los más necesitados. Dicho de otra manera: la parábola del buen samaritano nos enseña que el verdadero culto a Dios tiene lugar en los escenarios de la vida real, donde viven, sufren y gozan los seres humanos; en el encuentro casual o buscado de aquellas personas que necesitan nuestra ayuda. En la vida secular y profana damos verdadero culto a Dios, al ponernos al servicio de quienes nos necesiten.
Este amor hacia nuestro prójimo, que nos necesita, para compartir su penas y también sus alegrías, sube hasta Dios como verdadero acto de culto, seamos o no conscientes de ello, y el Padre lo acepta como el verdadero amor a él mismo. ”
* Carlos Escudero Freire.
“El Evangelio es profano”
Ed. El Almendro (Córdoba 2011)

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