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lunes, 24 de junio de 2013

Küng, el papa y Francisco de Asís Guillermo Sánchez

El teólogo Hans Küng se pregunta si el papa Francisco llevará a la Iglesia Católica Romana por la senda de Francisco de Asís.
Las posiciones teológicas del destacado teólogo católico Hans Küng son bastante conocidas, en especial por su relación con Joseph Ratzinger, desde la sintonía entre ambos en tiempos del Concilio Vaticano II hasta el distanciamiento, e incluso choque, en los tiempos en que el segundo fue prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe y después papa.
El 10 de mayo de 2013 El País publicaba un artículo de Küng titulado ¿Es el papa Francisco una paradoja?. Para el autor, «resulta sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo desde el momento en el que asumió el cargo» (añado negritas al citar el artículo). Si comprendiera mejor la forma en que el papado se adapta a los tiempos, no le habría sorprendido; es más, algunos esperábamos que saliera elegido alguien todavía más “renovador”. También le sorprende «que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad»; un reconocimiento de que los papas anteriores se han situado en una posición más allá de la humanidad, una posición incluso equivalente a la de la divinidad (ver Blasfemias). Y lo cierto es que muchos “gestos de humildad” de Francisco tienen poco de tales…
Francisco de Asís frente a Pedro Valdo
Küng encomia a Jorge Mario Bergoglio por el hecho de haber elegido como nombre oficial el de Francisco, vinculándose así con Francisco de Asís, «el universalmente conocido disidente del siglo XIII», quien fue «lo contrario de lo que representaba en su época el papa Inocencio III (1198-1216)». Expresarse así implica no comprender la figura de Francisco de Asís en su tiempo. El propio Küng señala que «fue precisamente Inocencio III el que, a pesar de toda su política centrada en exterminar a los obstinados “herejes” (los cátaros), trató de integrar en la Iglesia a los movimientos evangélico-apostólicos de pobreza».
Para ello el movimiento de Francisco le vino muy bien, pues proponía una reforma parcial, pero de ningún modo cuestionaba el poder y la naturaleza del papado, sino sólo algunos de los aspectos más escandalosos de la Iglesia Católica Romana (ICR), en especial las riquezas. Como explica Leonardo de Chirico en su clarificador artículo Tres tareas del papa Francisco, «Francisco de Asís no quería reformar toda la Iglesia, sino que deseaba obtener el derecho, por parte de la iglesia oficial, de vivir en la pobreza con su círculo de amigos.
Anhelaba un lugar apropiado para proseguir con sus ideales evangélicos, dejando intacto el aparato de la iglesia imperial. La Iglesia de su tiempo le dio de buena gana lo que quería porque no se sentía amenazada por él». Por tanto, de ningún modo fue un disidente; e Inocencio, que fortaleció la institución y la figura papales a límites hasta entonces inconcebibles, «decidió finalmente aprobar la norma de Francisco de Asís» (Küng).
La clave para entender al monje de Asís la proporciona el propio teólogo suizo: «Ya en los años setenta y ochenta del siglo XII surgieron poderosos movimientos inconformistas de penitencia y pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los papas y obispos cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes prohibiendo la predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la Inquisición e incluso con cruzadas contra ellos». A Francisco no hay que contraponerlo con Inocencio III, sino con esos movimientos “heréticos”, y en concreto con Pedro Valdo.
No entraremos a analizar el fenómeno cátaro, en el que había elementos claramente bíblicos con otros que seguramente no lo eran tanto; pero no cabe duda de que los valdenses representaban en aquel momento el llamado más nítido en toda la cristiandad a una reforma acorde con el mensaje de Jesús. Ello implicaba el rechazo a la institución papal y al sistema doctrinal romano, plagado de tradiciones antibíblicas. Por ello Valdo fue excomulgado, mientras que Francisco era bendecido por el papa.
Küng mismo parece contradecirse cuando expone que Francisco, que «pretendía desprenderse de todo a través de la pobreza, fue buscando cada vez más el amparo de la “santa madre Iglesia”. Él no quería vivir enfrentado a la jerarquía, sino de conformidad con Jesús obedeciendo al papa y a la curia». ¿Tan “contrarios” eran Inocencio y el de Asís? No, ni mucho menos. En realidad, eran dos caras de la misma moneda, lo mismo que Küng y Ratzinger lo son hoy. Ni Francisco suponía ningún peligro real para el papado, ni teólogos como Küng lo suponen hoy. Aparte de que el Francisco histórico no responde a la imagen beatífica que muchos tienen hoy de él, y que algunos católicos tradicionalistas como Messori se esfuerzan por combatir (el propio Küng reconoce que «tampoco se debe idealizar la figura de Francisco de Asís, que también tenía sus prejuicios, sus exaltaciones y sus flaquezas»).
Tampoco hay que olvidar que el monacato, aunque comparado con la pompa y el lujo papales resulte infinitamente más ético y tenga un tono más evangélico, de ningún modo responde al proyecto de Jesús de Nazaret, quien jamás vivió su ministerio aislado del mundo, sino conviviendo con las personas. La “vida consagrada” que propuso a sus seguidores no fue la de una comunidad de personas célibes del mismo sexo separados de la sociedad, sino la de cristianos viviendo en el mundo y para el mundo, como sal de la tierra. En este sentido, la propuesta de Francisco y de las demás órdenes fue una desviación del cristianismo, y no la máxima expresión del mismo.
Sigue el artículo: «Por eso no resulta sorprendente que la comunidad franciscana se fuera integrando cada vez más dentro del sistema romano. Los últimos años de Francisco quedaron ensombrecidos por la tensión entre el ideal original de imitar a Jesucristo y la acomodación de su comunidad al tipo de vida monacal seguido hasta la fecha». Si realmente hubiera sido un reformador, habría llegado hasta las últimas consecuencias y habría sido catalogado de hereje por denunciar la propia institución papal, como le ocurrió a Valdo. Pero Francisco prefirió la iglesia de Roma, y lo mismo hicieron sus seguidores. Küng también.
«En honor a Francisco, cabe mencionar que falleció el 3 de octubre de 1226 tan pobre como vivió, con tan solo 44 años». La pobreza voluntaria implica valor, pero mucho menos que la denuncia profética. «Menos de dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento franciscano que tan rápidamente se había extendido pareció quedar prácticamente domesticado por la Iglesia católica, de forma que empezó a servir a la política papal como una orden más e incluso se dejó involucrar en la Inquisición». Todo eso estaba en los genes del movimiento desde que éste nació.
Por eso resulta pasmoso que Küng, quien sin duda conoce la historia, saque la siguiente conclusión: «Francisco de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema romano. ¿Qué habría pasado si Inocencio y los suyos hubieran vuelto a ser fieles al Evangelio? Entendidas desde un punto de vista espiritual, si bien no literal, sus exigencias evangélicas implicaban e implican un cuestionamiento enorme del sistema romano, esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que se había apoderado de Cristo en Roma desde el siglo XI». O quizá no resulte tan pasmoso; a fin de cuentas la “reforma” que quiere Küng para su iglesia consiste en despojarla de los elementos externos más escandalosos, pero a la vez manteniendo la figura papal y los dogmas esenciales.
Por eso dice: «Puede que Inocencio III haya sido el único papa que, a causa de las extraordinarias cualidades y poderes que tenía la Iglesia, podría haber determinado otro camino totalmente distinto; eso habría podido ahorrarle el cisma y el exilio al papado de los siglos XIV y XV y la Reforma protestante a la Iglesia del siglo XVI. No cabe duda de que, ya en el siglo XII, eso habría tenido como consecuencia un cambio de paradigma dentro de la Iglesia católica que no habría escindido la Iglesia, sino que más bien la habría renovado y, al mismo tiempo, habría reconciliado a las Iglesias occidental y oriental». Es decir, habría habido renovación, pero no auténtica reforma, pues se habría mantenido la autoridad centralizada en el papa.
Küng admira a Lutero, pero parece claro que, de haber vivido en el siglo XVI, se habría posicionado con Erasmo, y por tanto junto al papa y contra la Reforma genuina. Cuando la Reforma protestante puso encima de la mesa el evangelio, Roma respondió con la contrarreforma de Trento. Mientras exista el papado, la exigencia de una Reforma hasta la raíz no es algo que el cristianismo se pueda “ahorrar”, pues papado y evangelio son incompatibles (ver ¿Quién es el Santo Padre?).

¿Cambio de paradigma?
A continuación el teólogo se pregunta: «¿Qué significa hoy día para un papa que haya aceptado valientemente el nombre de Francisco?». Y encuentra algunos puntos clave, como la pobreza: «En el espíritu de Inocencio III, la Iglesia es una Iglesia de la riqueza, del advenedizo y de la pompa, de la avidez extrema y de los escándalos financieros. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia de la política financiera transparente y de la vida sencilla, una Iglesia que se preocupa principalmente por los pobres, los débiles y los desfavorecidos, que no acumula riquezas ni capital, sino que lucha activamente contra la pobreza y ofrece condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores». Si realmente cree que Francisco va a modificar de forma sustancial las bases de todo esto, es que no entiende nada. Pero la esperanza que generan estas expectativas es más que suficiente como para que los “críticos” se mantengan vinculados a la institución papista.
Francisco también significaría la simplicitas, la sencillez: «En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia de la inmutabilidad dogmática, de la censura moral y del régimen jurídico, una Iglesia del miedo, del derecho canónico que todo lo regula y de la escolástica que todo lo sabe. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del mensaje alegre y del regocijo, de una teología basada en el mero Evangelio, que escucha a las personas en lugar de adoctrinarlas desde arriba, que no solo enseña, sino que también está constantemente aprendiendo».
Para cualquier observador del papado, es obvio que ni Francisco ni ninguno de sus sucesores va a desmontar el derecho canónico ni renunciar a ninguno de los dogmas anticristianos (transubstanciación, inmaculada concepción de María, infalibilidad papal…). El papa sabe que las personas y corrientes renovadoras como la que representa Küng seguirán manteniéndose vinculadas a la ICR, por mucho que protesten. Si permanecieron con Wojtyla y con Ratzinger, ¿se van a rebelar con Francisco? Desde luego este no provocará un cisma de los conservadores, que no están dispuestos a que ni el mismo papa les prive de las convicciones teológicas y de la estructura eclesial que el propio papado ha dedicado siglos a construir.
El colmo de la ceguera de Küng se revela cuando afirma: «Se pueden formular asimismo hoy día, en vista de las preocupaciones y las apreciaciones de Francisco de Asís, las opciones generales de una Iglesia católica cuya fachada brilla a base de magnificentes manifestaciones romanas, pero cuya estructura interna en el día a día de las comunidades en muchos países se revela podrida y quebradiza, por lo que muchas personas se han despedido de ella tanto interna como externamente». La realidad es la contraria: el papado goza de la mejor salud y de las perspectivas más prometedoras (desde el punto de vista terrenal) de los últimos siglos. Es cierto que algunos abandonan la institución romana, pero sus éxitos ecuménicos, políticos, diplomáticos, mediáticos superan con creces ese reto.
Y esto, paradójicamente, no es a pesar de los críticos como Küng, sino también gracias a ellos. La existencia de aperturistas que, pese a todas las discrepancias, se mantienen en la ICR, exigiendo renovación pero no una auténtica reforma (es decir, la autodisolución del papado), fortalece a esta iglesia (véase el caso clamoroso de Leonardo Boff).
Continúa nuestro autor: «Ningún ser racional esperará que una única persona lleve a cabo todas las reformas de la noche a la mañana. Aun así, en cinco años sería posible un cambio de paradigma: eso lo demostró en el siglo XI el papa León IX de Lorena (1049-1054), que allanó el terreno para la reforma de Gregorio VII». Pero es que la llamada “reforma gregoriana” fue en realidad una contrarreforma que elevó al papado a una posición blasfema y anticristiana, abriendo el camino a los desarrollos posteriores de Inocencio III. El paradigma cambió, pero hacia la jerarquización, un proceso complejo pero más sencillo de concebir que el cambio que Küng propone, que significaría cierta implosión del sistema papal actual, es decir, de la estructura de poder religioso más colosal de la historia.
Hay algo que preocupa al teólogo: «¿No se topará una reforma de la Iglesia con una resistencia considerable? No cabe duda de que, de este modo, se provocarían unas potentes fuerzas de reacción, sobre todo en la fábrica de poder de la curia romana, a las que habría que plantar cara. Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan de buen grado que se les arrebate el poder que han ido acumulando desde la Edad Media». Cierto. Pero no se olvide que entre los soberanos vaticanos se encuentra el propio papa; si Bergoglio ha llegado hasta la cúspide, no se puede esperar que se trate de un auténtico reformador, algo que Küng no comprende cuando condescendientemente reflexiona: «No se puede excluir que el papa Francisco termine quedando atrapado en el sistema romano que debería reformar».
Muchos católicos aperturistas olvidan además a los millones de fieles conservadores y ultraconservadores, cada vez más pujantes y activos, en gran medida gracias a los dos papas anteriores (pero también debido a la dinámica sociohistórica, de creciente neoconservadurismo). Ningún papa va a provocar un cisma hacia la derecha, tipo Lefevbre; como mucho llegará a retoques similares a los del Concilio Vaticano II, cuyos documentos reales marcaron el límite de aggiornamento (es decir, lavado de cara) al que el papado puede llegar (y además es evidente que Francisco ha demostrado ya muchas veces ser muy conservador en lo doctrinal –incluyendo su concepción de la iglesia–, aunque su lenguaje sea más fresco y hasta un poco progre). Claro que Küng cree, erróneamente, que ese concilio supuso un cambio de paradigma, cuando se trató de una “reforma en la continuidad”.
Se pregunta Küng: «¿Se podrán reconciliar alguna vez la figura del papa y Francisco, que son claros antónimos? Solo será posible con un papa que apueste por las reformas en el sentido evangélico». Pero es que los antónimos no son el papa y Francisco, sino el papado y la reforma evangélica, como demuestra la historia; las únicas “reformas” que han prosperado en la ICR han sido las que han robustecido la institución romana.
Perspectivas de futuro
Concluye el autor: «No hay que caer en la resignación, sino que, a falta de impulsos reformistas “desde arriba”, desde la jerarquía, se han de acometer con decisión reformas “desde abajo”, desde el pueblo. Si el papa Francisco adopta el enfoque de las reformas, contará con el amplio apoyo del pueblo más allá de la Iglesia católica. Pero si al final optase por continuar como hasta ahora y no solucionar la necesidad de reformas, el grito de “¡indignaos! indignez-vous!” resonará cada vez más incluso dentro de la Iglesia católica y provocará reformas desde abajo que se materializarán incluso sin la aprobación de la jerarquía y, en muchas ocasiones, a pesar de sus intentos de dar al traste con ellas».
Küng olvida que la gran mayoría de los católicos son conservadores. Por ello y por mil motivos más, un movimiento de indignados en la ICR puede tener como mucho el mismo éxito que hasta ahora han tenido los “cristianos de base” de esa iglesia (desde que surgió el movimiento, las corrientes conservadoras no han dejado de crecer y de sobrepasarlos con creces). O el mismo éxito que, a escala sociopolítica, tiene el movimiento de los indignados; ya vemos cuál es ese “éxito” (lo dice un colaborador –crítico– del movimiento). Los indignados no podemos salirnos del sistema porque formamos parte de la sociedad y sus estructuras. Pero Küng y los demás críticos sí podrían salirse de la ICR. Incluso existe la posibilidad de organizarse en una nueva corriente, pues la promesa de Jesús no está ligada a ninguna institución, sino a aquellos que se reúnen en su nombre (Mateo 18: 20). Pero ya dejó claro en su día que no contempla esas opciones (ver Hans Küng no se entera).
«En el peor de los casos», concluye Küng, «la Iglesia católica vivirá una nueva era glacial en lugar de una primavera y correrá el riesgo de quedarse reducida a una secta grande de poca monta». No comprende los tiempos actuales. Todos los papas, incluido Juan XXIII, han trabajado para hacer de la Iglesia Católica Romana la superpotencia que ahora es, y que seguirá siendo, hasta que Dios ponga fin a toda institución humana al final de los tiempos.
www.laexcepcion.com (14 de junio de 2013)
Para escribir al autor: guillermosanchez@laexcepcion.com
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