De ella solo sé que se llama Ángela, que es afable y bonachona, que su hogar es un centro de discapacitados y que desde su nacimiento sus piernas son una silla de ruedas. Aparenta unos cincuenta años y la conozco de verla por el parque y comprando chuches en el quiosco de la esquina.
Hasta hace poco, Angela se movía sola por el barrio, pero ahora se ha echado una amiga. Una amiga de las de verdad, de las que sabes que nunca te fallarán. Se llama Piña y es una perrita vivaz e inteligente donde las haya. Piña no tiene pedigrí y Ángela tampoco, ni falta que les hace. ¿Qué importa el origen, la clase o la especie para que pueda surgir la amistad entre dos seres que se quieren?
La historia de Angela y Piña va más allá de la amistad. Cuando paso cerca de ellas me paro a observar como conversan animadamente. Sí, sí, no se lo creerán, pero les aseguro que conversan de verdad, y lo mejor de todo es que se entienden. Angela le dedica un sinfín de halagos y arrumacos y Piña siempre le contesta con cariñosos gruñidos y ladridos, mientras la mira a los ojos con arrobo.
Pero lo que más me conmueve, si cabe, de esta historia es que Piña no es propiedad de Angela, sino de una vecina que se la encontró abandonada y ahora se la presta para que le haga compañía. Tan fuerte debe ser el vínculo entre Angela y Piña que, según me han contado, cuando Angela no puede salir a la calle, pide a la dueña de Piña que le mande una foto del animal por whatsapp para consolarse.
. Valladolid
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