ATRIO
Carlos F. Barberá,
El año 1967 Karl Rahner escribió un pequeño texto con el título “¿Hay una experiencia de Dios?”. En la intención del teólogo alemán no estaba referirse a las vivencias tan personales de los grandes místicos. Quería aludir más bien a la experiencia de Dios en la vida cotidiana pero esos signos de interrogación ponían de relieve que tal experiencia no era hasta entonces evidente. Y en efecto, parece que durante siglos se había mantenido con fuerza una objeción aparentemente obvia: ¿cómo va a haber una experiencia del incognoscible, del misterio absoluto, de aquél que está por encima de todo lo que podamos imaginar o sentir? De Dios podemos forjarnos una imagen, tener una idea, pero ¿una experiencia?
Si, con todo, afirmamos que esa experiencia es posible, no podemos poner entre paréntesis el conocido sarcasmo de Voltaire “Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, pero el hombre también ha procedido así con él”. La agudeza volteriana –nunca mejor dicho– nos obliga a actuar con la máxima cautela y a mantener la sospecha de si no nos estaremos reflejando a nosotros mismos o buscando experiencias a medida de nuestras necesidades.
De entrada hay que recordar que la gran teología ha recalcado siempre que la experiencia de Dios no puede ser semejante a la que tenemos de un objeto o una persona. Dios no es un ser más al lado de los otros seres, ni una persona al lado de tantas tras personas.
Y sin embargo el cristianismo se aparta de todas las religiones por su afirmación de que en Jesús hemos visto a Dios, de que “en él habita la plenitud de la divinidad”, y ha oído de su boca esa afirmación tajante: “quien me ha visto a mí ha visto al Padre”.
Han tenido que pasar veinte siglos para que la teología cayera en la cuenta de que esas afirmaciones no encerraban únicamente una sentencia sobre Jesús sino que decían a la vez mucho sobre el ser humano. Si un hombre ha sido Dios, hay algo en el hombre que le permite serlo, tiene que haber en el ser humano un espíritu escondido en lo más hondo, una semilla de Dios. Ese convencimiento le da pie a san Pablo para afirmar que un día “lo veremos tal cual es porque seremos semejantes a El”. Como se dice en la repetida frase de San Agustín, Dios está dentro de mí, “más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío”.
Hoy es un tópico hablar del fin del teísmo. Para los creyentes de nuestro siglo Dios no puede ser ya ese viviente todopoderoso que debería estar a nuestro servicio para concedernos cosas, para ayudarnos en nuestras dificultades y carencias. En cambio resuena llena de verdad la mentada concepción de san Agustín. Dios es a la vez la infinita trascendencia y la más profunda intimidad. “A Dios nadie le ha visto nunca” pero “en El nos movemos, existimos y somos”. Así pues, “El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios”.
La persona humana hace permanentemente experiencias. La historia personal de cada uno es la suma de todas ellas. Cada persona, cada acontecimiento es experimentable. De acuerdo con la imagen que de Dios hemos trazado, la experiencia que podemos hacer de Él es distinta de las experiencias humanas pero no puede estar desgajada de ellas. El reino de Dios, decía Jesús, está en medio de nosotros y ahí y no en otro sitio debemos experimentarlo.
En varias ocasiones he mantenido mi convencimiento de que el ser humano es por naturaleza egoísta. Su indefensión, su vulnerabilidad, la lucha en que la vida consiste lo empujan a la vanidad, a la desconfianza, a la mirada centrada en sí mismo. Por esta razón no es el atesoramiento, la violencia, la corrupción lo que debe sorprendernos. Puesto a decidir entre mi comodidad y la del prójimo ¿por qué elegiría la segunda?; si poseo bienes ganados con mi esfuerzo ¿por qué tendría que compartirlos con quien no ha sabido hacerlo?; si otro brega con un problema o una angustia ¿en virtud de qué debería hacerlos también míos? Por más que el mal, la violencia o la explotación nos asusten y hasta nos sobrecojan, no deberían asombrarnos. Sí en cambio son asombrosas la bondad, la generosidad, la entrega de la vida. Son ellas las que mantienen el mundo.
No faltará quien arguya que muchas de esas acciones son únicamente consecuencia de la debilidad o de la educación o de la mala conciencia o en ocasiones del fanatismo. No negaremos que así puede ser en muchas ocasiones. Pero sin duda existen gestos gratuitos, actos fundamentalmente generosas, entregas que no buscan nada a cambio. Algunas grandes y heroicas, otras sencillas y cotidianas. Para un creyente cada una de ellas está sustentada por la fuerza del Espíritu. No sólo eso: cada una de ellas es una señal de una gran promesa de salvación.
Pues bien, no es por casualidad que la meditación y el silencio ganen cada día adeptos y parezcan ser también un signo de nuestro tiempo. Si admitimos que la bondad, la ternura, la generosidad, la entrega son reflejo y obra del Espíritu –y al mismo tiempo la propia persona- lo son únicamente para una mirada contemplativa, capaz de ir articulando en cada momento una lectura creyente. Al igual que Jacob al despertar de su sueño, el creyente irá diciendo, asombrado: “ésta es la casa de Dios y la puerta del cielo”.
Mounier formuló muchas reflexiones sobre la espiritualidad de la acción. Afirmaba: “Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito, sino al testimonio. Y Aunque estuviéramos seguros del fracaso, partiríamos de todas formas: porque el silencio ha llegado a ser intolerable”. Nuestras acciones –a las que no podemos negarnos- y las de tantos otros se convierten, como él decía, en “nuestro maestro interior” cuando las leemos desde la fe
Pero nuestras lecturas creyentes desembocan en el silencio. Finalmente se hace en él la definitiva experiencia del misterio silencioso pero presente, de la compañía silente, de “la música callada, la soledad sonora”. El silencio es experiencia de Dios porque, como lo formuló Panikar, “es la conciencia de que se está como envuelto, como sumido en el conocimiento y el amor, en la belleza, en la que se ha penetrado con gozo”.
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