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miércoles, 11 de mayo de 2016

Visita del Rector Mayor a España (III)


Situación de los los refugiados (Migrantes con Derechos)


José María Castillo: "Los cardenales más religiosos andan desconcertados ante un papa que intenta ser más evangélico"

(José María Castillo).- El goteo de noticias, que nos informan de cardenales de la Iglesia que muestran su desacuerdo con el papa Francisco, no cesa. Hace sólo unos días, recordábamos en esta página el caso del cardenal G. L. Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Hoy resulta inevitable hacer mención del cardenal Dominik Duka, arzobispo de Praga, que parece no estar de acuerdo con "la sensibilidad del Papa Francisco en temas sociales", diferente de la que tenemos en Europa en esos asuntos. Y es que, a juicio del cardenal de Praga, Francisco "viene de Sudamérica, donde la brecha entre ricos y pobres es mucho mayor, como resultado de las culturas indias" (sic).
La sucesión de estos desacuerdos cardenalicios con el papa actual es larga. Y empezó pronto. Justamente desde el momento en que Bergoglio, recién nombrado Francisco, salió de la capilla Sixtina y se negó en redondo a subirse al gran coche papal que le esperaba en la puerta para trasladarlo a la basílica de San Pedro. Allí mismo empezó a dar la cara el papa que venía "del fin del mundo".
Por lo visto, algunos de los mismos purpurados, que le acababan de elegir, y le esperaban ataviados con sus solemnes vestimentas, no estaban preparados para asumir el nuevo estilo de ejercer el poder en la Iglesia, que les esperaba. Y al que se resistieron en seguida. Y lo más feo del asunto es que - según parece - se siguen resistiendo. Con más fuerza cada día. A medida que avanza el papado de Francisco, de forma que el nuevo modo de gobierno de este papa se va definiendo con más claridad y más coherencia.
El problema, que asoma con estos incidentes como puntas de iceberg, es (me parece a mí) más profundo y más grave de lo que posiblemente imaginamos. Porque hay quienes, desde posiciones ideológicas avanzadas y con bastante razón, se lamentan del escaso y tradicional bagaje teológico con el que el P. Bergoglio llegó al papado. Como también abundan los que se quejan de que Francisco no haya tomado ya decisiones de gobierno que tendría que haber tomado, por ejemplo, en la reforma de la Curia, en la puesta al día de la liturgia, en la renovación de la teología, etc, etc. Todo esto, por supuesto, es discutible desde diversos puntos de vista. Pero creo que somos bastantes los que pensamos que en estas cosas hay mucho de verdad.
Sin embargo, lo que yo veo más claro es que el nudo del problema está en otra cosa. Está en la relación de la Iglesia con el Evangelio. La Iglesia no está en el mundo para organizar bien una religión. Una más, entre tantas otras religiones. No. La Iglesia no es eso. Ni está para eso. La Iglesia es la comunidad de los "seguidores de Jesús". Si no es eso, todo lo demás le sobra, le estorba y le impide cumplir la tarea que le corresponde y la finalidad para la que Dios, encarnado en Jesús, se hizo presente y visible en la historia humana.
Ahora bien, si la Iglesia es la comunidad de los seguidores de Jesús, su razón de ser y su forma de estar presente en la sociedad humana no es otra, no puede ser otra, que hacer presente, visible y comprensible el Evangelio, en la medida en que el Evangelio de Jesús puede ser entendido como un "proyecto de vida", que nos aporta algo que sea algo importante, para dar sentido a nuestras vidas. Y, sobre todo, para que tengamos algo que, de no existir el Evangelio, no lo podríamos tener.
Pero, ¿es esto lo que hace la Iglesia, con su clero, sus cardenales y el papado romano, tal como venía funcionando, hasta el momento en que este papa Francisco empezó a llamar la atención a tanta gente, a inquietar a los cardenales, a dar esperanza a muchas gentes y a plantearse no pocas preguntas a quienes dicen de él que es "populista", que "viene de América" o que es el "resultado de las culturas indias"?
En todo caso, hay algo que cada día vemos más claro: ni la tecnología con sus sorprendentes progresos, ni la economía con sus avances y sus crisis, ni la política con sus líderes más competentes, ni las humanidades con sus pensadores más profundos, nadie ni nada es capaz de hacer un mundo más habitable, más igualitario, más justo. ¿No será cierto que nos sobran saberes y poderes, nos sobran religiones y violencias, y nos falta humanidad? ¿No habrá algo de eso en la extraña, discutida y nueva figura de este papa Francisco, que tanto insiste en la necesidad y la actualidad del Evangelio? ¿No será por esto por lo que los cardenales más religiosos andan desconcertados ante un papa que intenta ser más evangélico?
No sé si en esto está el nudo del problema. Lo que nadie me quita de la cabeza es que esta pregunta se tiene que afrontar.
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Pensando bajo la lluvia… Jaime Richart, Antropólogo y jurista

En otros tiempos dichosos, cuando la existencia personal no pendía de la incertidumbre la infancia, la juventud, la madurez y la vejez transcurrían más o menos de acuerdo a las previsio­nes so­ciales y a los cálculos hechos en cada familia… Y enton­ces, cuando en la inmensa mayoría de los casos las necesidades bási­cas estaban cubiertas, cuando hacer un oficio o una carrera se co­rrespondían con lo que llamaban porvenir, era razonable que la in­fancia estuviese sujeta a la obediencia, que de la juven­tud se espe­rase su deber de rebelarse sin producir por ello en la sociedad grave quebranto, que la madurez comprendiese la importancia del ahorro y las ventajas de la sobriedad y que la vejez se adaptase a las circunstancias y a su ya precaria salud…

Pero en estos tiempos en que la misma inmensa mayoría vive esas mismas etapas en grado gravemente inestable; con una edu­cación irregular y desigual entre el aturdimiento y la perpleji­dad, cuando niños; con unas expectativas muy inciertas cuando jóve­nes hasta el punto de que muchos desearían seguir en la niñez; cuando el viejo se empeña en no querer serlo y el maduro tiembla ante la idea de ser viejo… más pronto que tarde asoma el absurdo de la vida. Y lo digo -se acabó el autoen­gaño- porque la sensación de absurdo está detrás de toda la apa­riencia, y el desatino se revela vivamente cuando cada mo­chuelo se retira a su olivo; unos para es­conder la depresión y la desesperación, y otros para rumiar la náu­sea y soportar el tedio que acaban provocando los excesos que son resultado de la fa­tal desigualdad social.
A estas alturas de la historia de la civilización occidental, es evi­dente que esa Europa Unida tramposa, hace ya al menos cua­tro décadas, asignó a España y demás países meridionales el papel que hacen para la opulencia los terruños caribeños. España, definitivamente, es una taberna y una hospedería gigantescos. No hay más. Lo demás, en relación al basamento que genera verda­dero desarrollo, autosuficiencia y autonomía, no existe. Y en conse­cuencia, a la inmensa mayoría de nuestros jóvenes físicos, químicos, técnicos, ingenieros, astrónomos… y con mucho mayor y más lamentable motivo juristas, médicos, lingüistas, literatos, filó­sofos… ya sabe lo que le espera: o se van a otras tierras, a otros mundos, o se enfundan un mandil para servir en la terraza de un restaurante o en la de un bar de co­pas…
Pero no son ni el Dios de los cristianos, ni el dios de los ma­home­tanos, ni los dioses del Olimpo ni el Destino los causantes del triste designio de nuestra juventud en gran parte frustrada. Todo ha sobrevenido por la perversidad de bancos y banqueros, de mafias y padrinos, de ingenieros financieros y especuladores que están llevando a la humanidad y al planeta hacia el abismo. Bri­bones y pícaros que pasaban por respetables y que han con­tado con la pusilanimidad cómplice de los gobernantes euro­peos y espa­ñoles que no pasaban por menos respetables. Y luego, ahora, hasta ayer, en fin, por la mala cabeza de electores ignorantes y ne­cios que cuando han podido darse cuenta, ya era demasiado tarde.
A la juventud, a esa nuestra juventud, pues, sólo le cabe levan­tar la cabeza con dignidad y reciclarse a fondo. Pues su norte queda bien cerca: hacerse fuerte para afrontar la supervi­vencia. Y tam­bién, para asumir una austeridad forzada de la que no obs­tante debe sacar provecho. Pues la austeridad, pese a todo, pese a ser fruto de la violentación del poder instituido es fuente de salud para el cuerpo y para la mente. Lo dice la sabiduría de todos los tiempos y de todas las culturas. Hágase más fuerte, pues, la juven­tud frustrada y, por Dios, expulse a los mercade­res españoles y eu­ropeos del templo del abuso, haga frente a la canalla dueña de este país desde tiempo inmemo­rial y apodé­rese cuanto antes del Po­der para dar un golpe de timón a la nave de un país que navega totalmente a la deriva.
Han pasado demasiados siglos desde Aristóteles y los anti­guos griegos como para no cambiar la visión de lo que es real­mente la Política enla práctica. Por eso, ahora ellos no dirían que cuando los dioses quieren castigar a un pueblo entregan su gobierno a los jóve­nes, que es lo que decían. Ahora, vista la pro­longada experien­cia de los últimos tiem­pos, si los dioses qui­sieran castigar a España lo que harían es entregárselo nueva­mente a todos esos y a todas esas que, tras ostentar al principio de­mocráticamente el po­der, han acabado detentán­dolo y abu­sando del poder ya casi an­cianos…

Para una Reforma revolucionaria, (o una Revolución reformadora) de la Iglesia. (II) Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

3º) Tiene que mudar radicalmente el papel segundón que se le ha asignado a los fieles laicos. A partir de la “legalización” de la Iglesia en los siglos IV-V, a la jerarquía de la Iglesia siempre le gustó, o eso parece después de un estudio serio de la Historia, hasta casi la fascinación, el brillo, la resolución, el “glamour”, dicho abierta y sinceramente, el Poder de los Gobiernos de la sociedad civil. Y, poco a poco, fueron pareciéndose a los gobernantes de las naciones, hasta confundirse con ellos. A lo largo de la Edad Media, que está mucho más cerca de lo que parece, y mucho más presente de lo que algunos piensan, las autoridades cristianas eran tan, o más, poderosas, que las que podríamos considerar civiles. Tenían sus palacios, sus cortes, sus impuestos, sus ejércitos, su estructura burocrática y funcionarial, que, a partir de la caída del Imperio Romano de Occidente, por lo menos en éste, supera en personal, en preparación y organización, a las “curias” civiles. En el Imperio Oriental, y sobre todo en capital, Constantinopla, tal vez no podríamos decir lo mismo, pues eran mucho más sofisticados, finos, delicados, hasta parecer a los cruzados europeos “afeminados”.

Hago esta pequeña introducción para llegar donde quería: en un momento, la condición clerical se convirtió en la Europa convulsa de la alta Edad Media en una “buena carrera”, no digamos si se conseguía escalar los puestos altos, como obispados, o mejor, arzobispados de las diócesis importantes. Además, los clérigos eran , en la práctica, los únicos que estudiaban, en una sociedad sin escuelas públicas, y con universidades de fuerte influencia clerical. El concilio de Trento, con la instauración oficial de los seminarios, que por eso todavía en algunos sitios se llaman “seminario conciliar”, reforzó, todavía más el papel de los clérigos, y abrió un brecha profunda, casi insalvable, entre el clero y el laicado. A partir de ahí, y según algunos observadores, historiadores y teólogos, se constató que la Iglesia se convertía en un monstruo, con una enorme cabeza, el clero, y un cuerpo enano, frágil, debilitado y debiloide, el laicado. Y a esta “organización”, que debería ser eclesial, pero era sobre todo clerical, el Derecho Canónico promulgado el año 1917, en el pontificado de Benedicto XV, la describía como “sociedad perfecta”, es decir, equiparable a cualquier Estado, en su autonomía, su independencia, y su propia legislación.
Pero lo primero que habría que preguntarse es si en el Evangelio hay alguna pista que nos permita imaginar semejante escenario. Mas bien lo contrario. Cuando Jesús compara la comunidad de sus seguidores con las de los Estados civiles, y sus gobernantes, dice cómo entre ellos los que gobiernan los oprimen y abusan de los de abajo, “pero entre vosotros, que no sea así; el que quiera ser el primero, que sea el último, y el servidor de todos” (Mc, 9,35). Ni en el evangelio, ni en la praxis de la Iglesia primitiva, encontramos el más mínimo fundamento para la construcción de un Estado, poderoso, o no, entre los seguidores de Jesús. El Vaticano II lo dejó bien claro, definiendo a la Iglesia como “Pueblo de Dios”. No son los sistemas organizativos, ni menos los de Gobierno, los que van a caracterizar a la Iglesia como sociedad perfecta, sino los instrumentos de Dios, dejados por el Señor a su Iglesia: Palabra, signos sacramentales, la propia comunidad de amor y servicio, el amor fraterno, el perdón, y el servicio ministerial; estos son los que van a perfilar y modular, y crear, y organizar a la comunidad eclesial como verdadero “Pueblo de Dios”.
Y esta fue, en mi opinión, como ya he repetido tantas veces, una de las prioridades del Concilio: acabar con ese foso, antievangélico, antipastoral, y anti eclesial, dela separación clero-laicado. Pensar que esta organización es, como algunos atrevidos afirman, “iure divino”, es un abuso, un atropello de los fieles, y una indebida intromisión en la voluntad divina, misteriosa, santa e intransferible. Jesús, que es el único enviado del Padre, como oímos en el evangelio de hoy, no da ninguna pista, más bien, la niega, de que la voluntad del Padre sea esa división, que más que simplemente jerárquica, se convierte casi en una organización de castas. Y uno de los primeros pasos para una Reforma real y creíble de la organización de la Iglesia, para que se parezca a la comunidad de seguidores de Jesús, sería la eliminación de esta especie de aristocracia escalonada que preside la organización eclesiástica; para que deje de ser esto, eclesiástica, y comience a ser, eclesial.
He recordado, más arriba, la fascinación que el poder ejerció sobre los dirigentes de la Iglesia, cuando esta se convirtió en gran referencia de orden, de seguridad, de cultura y de poder, a partir de la caída del Imperio Romano. Eso dio paso como sabemos, a la organización de una Iglesia feudal, con obispos señores feudales, cuando no señores de la Guerra. En esos extremos esa situación parece que iba a acabar con la pérdida de los territorios pontificios, en el siglo XIX, en el pontificado de Pío IX. Pero no fue así, y lo podemos comprobar en el estilo de vida de los Papas, lo obispos, y los altos cargos de la Curia vaticana. A raíz de eso el Vaticano II pretendió una vuelta a los orígenes y al Evangelio. Pero por motivos comentados desde miles puntos de vista, esa tentativa del concilio se frustró. Y este es el motivo de la extrañeza, hasta casi el escándalo, que ha provocado, y lo sigue haciendo, el papa Francisco. Y lo último que éste quiere parecer, y mucho menos ser, es Príncipe de la Iglesia, y hace todo lo que puede para conseguirlo, y lo está logrando. con gran susto y alboroto de los curiales, y de otros jerarcas que, por lo visto, gustan de una vida que si no es, tiene todo para parecer una vida principesca.
La conclusión de esta entrada es la prisa, verdadera urgencia, que tiene la Iglesia de corregir un error anti evangélico, de enorme incidencia y transcendencia: la división de la comunidad eclesial en dos campos, uno dependiente, ¡y cómo!, del otro. Y quiero reseñar que no significa, por mi parte, ni petulancia ni atrevimiento excesivo, el solicitar este cambio sustancial, porque los siglos no hacen que una actitud contraria a la enseñanza del Maestro, y a la práctica de la Iglesia primitiva, paradigma perpetuo para la Iglesia de todos los tiempos, por mucho tiempo que pase, deje de ser una traición al Evangelio y a la proclamada y necesaria igualdad entre todos los hermanos, fuera de las tareas comunitarias que a cada uno le compitan.