FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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lunes, 12 de enero de 2015

fundamentalismo religioso ¿ amenaza u oportunidad? J.M Castillo teólogo

Fundamentalismo religioso, ¿amenaza u oportunidad? José M. Castillo, teólogo religiones, temas sociales ene 12 2015 Enviado a la página web de Redes Cristianas Teología sin censura Los recientes y dolorosos incidentes, ocurridos en Paris y provocados presuntamente por los fundamentalistas religiosos de la yihad islámica, han hecho saltar todas las alarmas no sólo en Francia, sino en toda Europa. Los políticos y los cuerpos de seguridad del Estado se han puesto lógicamente en estado de máxima alerta. En cada país, los gobernantes le dicen a la gente que no tengan miedo, que todo está asegurado y garantizado el orden. No hay motivos de preocupación, ya que contamos con policías armados y cuerpos de seguridad que nos garantizan a todos la necesaria estabilidad para vivir tranquilos. No hay razones para dudar de que nuestros políticos, al decir estas cosas, nos transmiten la verdad. Y la eficacia con que ha procedido la policía francesa es la prueba más evidente de que estamos protegidos. El problema, por tanto, no está en que las fuerzas de seguridad no dispongan de los medios que necesitan para defendernos. El problema está en que el enemigo, en este caso, supera en peligro todos los medios de defensa que puedan tener los medios de seguridad del Estado. Porque la lucha está planteada entre fuerzas muy dispares. Los medios con que cuenta la policía se basan en la técnica. Los medios con que cuenta el fundamentalismo religioso se basan en la conciencia y en ocultos intereses relacionados con la conciencia. Ahora bien, esto quiere decir que los medios con que cuenta la policía son conocidos, mientras que los medios con que cuenta el terrorismo religioso no son (ni pueden ser) conocidos. Por eso los terroristas fanáticos de una religión atacan dónde, cuándo y como menos se puede imaginar y de forma que nadie podía sospechar lo que sucede o ha sucedido. Si somos sinceros, no tenemos más remedio que reconocer que esto es así. Por más desagradable o costoso que resulte reconocerlo. Pues bien, estando así las cosas, ¿qué hacer? Por supuesto, en lo que se refiere al papel, que corresponde a los cuerpos de seguridad del Estado, lo que hay que hacer es apoyar el esfuerzo enorme que vienen realizando para asegurar nuestra protección ante las amenazas del terrorismo religioso. Pero, dicho esto, es decisivo tener muy claro que el camino de la solución radical no será el que nos tracen los políticos, con sus reuniones y acuerdos, ni el que nos puedan ofrecer los policías, con sus armamentos y estrategias. Si la raíz del peligro está en las conciencias, lo que urge pensar a fondo es si podemos – y debemos – renovar las religiones de forma que, en ellas, no tengan lugar las conciencias de los terrorismos fundamentalistas. ¿Es eso posible? Más aún, ¿es eso no sólo conveniente, sino incluso necesario? El dato capital, en todo este asunto, radica en que el punto de partida del hecho religioso no estuvo en la fe en Dios, sino en la fe en los rituales religiosos. Estoy hablando de los lejanos tiempos del paleolítico superior. Más aún, abundan los paleontólogos convencidos de que ya los neanderthal practicaban el entierro ceremonial de los muertos, de forma que actividades semejantes habrían ido acompañadas de ideas religiosas desde hace alrededor de cien mil años (Konrad Lorenz, E. O. Wilson, K. Meuli, W. Burkert, H. Kühn). Así las cosas, se ha dicho con razón que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw; cf. R. P. Marret, M. P. Nilsson). Y la historia posterior, hasta nuestros días, se ha encargado de dejar patente que los individuos, desde la niñez, y la sociedad en general al igual que la cultura, asimilan con más facilidad y claridad la fe en los ritos que la fe en Dios. Es frecuente que la gente se aferre a las observancias rituales, en tanto que la seguridad y la claridad, en lo que concierne a Dios, resulta para muchos algo problemático, quizá dudoso y, en todo caso, un sentimiento amenazado por la oscuridad. Las observancias rituales tranquilizan las conciencias. El asunto de Dios es, para muchos, un problema nunca resuelto y que, tantas veces, se vive como un misterio o, al menos, como un enigma. No es posible analizar aquí la hondura y las consecuencias de lo que acabo de indicar. Pero hay algo, muy fundamental, que no podemos dejar al margen. Se trata de un hecho que estamos viendo a diario y por todas partes. Me refiero a la cantidad de fieles, que nos confesamos creyentes, pero que en nuestra vida somos más estrictos observantes de los rituales religiosos que estrictos cumplidores de las exigencias éticas que tendríamos que cumplir como ciudadanos ejemplares. Reducimos nuestra religiosidad a determinadas prácticas rituales, al tiempo que excluimos de nuestra religiosidad el respeto, la tolerancia, la sensibilidad ante el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento de los más débiles. Y así sucesivamente. Hasta llegar a hacer compatible la estricta observancia de la religión con la violencia más brutal ante todo aquello con lo que no estamos de acuerdo. Esta violencia, por lo demás, es comprensible. Y con frecuencia resulta inevitable. Porque la religión es la creencia en un poder absoluto. La que lógicamente se traduce en la obligación indiscutible de una obediencia absoluta. Ahora bien, desde el momento en que el centro de la vida (y el futuro de la salvación) depende de una obediencia absoluta, la consecuencia inevitable es que tal obediencia se antepone a todo lo demás, incluso a la vida misma de quienes se oponen o dejan de cumplir semejante obediencia. Naturalmente, una persona que piensa y vive así, no puede estar de acuerdo con la modernidad, con la sociedad secular, en la que los derechos fundamentales del ser humano se anteponen a todo cuanto pueda limitarlos y sobre todo reducirlos o anularlos. Ahora bien, desde el momento en que nos encontramos con este problema, por eso mismo tropezamos con las raíces del fundamentalismo religioso. Es el problema que ya intuyó, en 1909, el profesor de la Universidad de Harvard Charles Eliot, cuando insistió en que el dilema de los cristianos, en el mundo moderno, es el dilema que consiste en si ponemos el centro de nuestra fe en las exigencias éticas o más bien lo situamos en la fidelidad a las creencias ortodoxas y a los rituales sagrados (cf. Karem Armstrong). Como es lógico, los fundamentalistas religiosos centran de tal manera (y hasta tal extremo) su vida y sus intereses en la fiel observancia de los rituales sagrados, que anteponen esa observancia a la vida misma. La vida de quien sea y en lo que sea. Hasta el extremo de estar dispuestos a matar, o dejarse matar, con tal de no permitir que la sociedad democrática, laica y secular se sobreponga a la sociedad condicionada y sumisa a las exigencias de la religión. En el caso del cristianismo, es conocido el enfrentamiento de los creyentes, sobre todo de la clase alta, a las libertades y derechos del hombre y del ciudadano, tal como habían sido promulgados por la Asamblea Francesa en 1789. Desde entonces, es conocida la postura intransigente de hombres como Louis Bonald, Joseph de Maistre y La Mennais, en Francia, Karl Ludwig von Haller y Friedrich von Hurter, en Alemania, Donso Cortés en España. Y no hay que olvidar la resistencia del papado, desde Pío VI (en 1790) hasta Pío X (en 1906), en cuanto se refiere a las dos grandes exigencias de la modernidad: la igualdad y la libertad. No pretendo entrar en la complicada historia reciente del fundamentalismo judío e islámico. Me limito a recordar, por lo que se refiere a la actualidad de éste último, los nombres de Mustafa Kemal Ataturk (1919-1922), en Turquía, y Rashid Rida (1922-1923), en Egipto, que propugnaron sociedades más de corte moderno que de fidelidad al pasado islámico por el que se habían regido hasta comienzos del siglo XX. Desde entonces, en el mundo islámico, hay no pocas personas y grupos que ven, en la sociedad secular y democrática, una amenaza para la integridad y estabilidad de sus creencias. Así las cosas, el problema en este momento está fuertemente condicionado, sin duda alguna, por intereses de poder y por ambiciones económicas. Pero el fondo del problema es, sin duda alguna, de carácter religioso. Se trata del enfrentamiento de la religión centrada en la más estricta observancia e impuesta obligatoriamente a toda la sociedad. Un califato. Lo más diametralmente opuesto al proyecto fundamental de una sociedad laica, libre y respetuosa con las creencias religiosas, con tal que, en esa sociedad, se privilegien sobre todo los derechos fundamentales de los seres humanos. Pues bien, dado que nos encontramos en esta situación, se comprende la actualidad apasionante que entraña lo que, en un reciente estudio, he calificado como “la laicidad del Evangelio”. Los relatos, que ofrecen los evangelios, son la historia del enfrentamiento de Jesús con las raíces del fundamentalismo religioso. Jesús, en efecto, comprendió que el mayor peligro, para la religión y para la humanidad, está precisamente en el sometimiento incondicional a los rituales religiosos, de forma que la sumisión a tales rituales se antepone al sufrimiento humano, a los derechos humanos, a la dignidad de las personas y a la vida misma. Esto es lo que Jesús no toleró en modo alguno. Y por esto precisamente fue por lo que los dirigentes de la religión vieron que el proyecto de Jesús era incompatible con el proyecto que ellos defendían por encima de todo. Pienso, además, que en no pocos textos de los profetas de Israel, como en numerosos documentos del Korán, la aspiración a la paz y el entendimiento entre los seres humanos y los pueblos se nos ofrecen como principios rectores de la sociedad. La conclusión más razonable, que cabe deducir de la reflexión que acabo de exponer, es que, por más importante y urgente que nos parezca la sólida defensa de nuestros pueblos, culturas y sociedades, por la solidez y eficacia de las fuerzas de seguridad del Estado, reducir nuestra defensa a esa solides militar y policial sería algo así como ponerle puertas al campo. Mientras haya individuos y grupos organizados, que viven convencidos de que su misión en la tierra es el sometimiento, o incluso el exterminio, de quienes queremos y defendemos una sociedad que antepone los derechos fundamentales de los seres humanos a las normas y rituales de la religión, todos viviremos amenazados. Y amenazados de muerte, por más policías que nos defiendan y por más seguridades que nos garanticen nuestros gobernantes. Esto supuesto, desde luego que valoramos y exigimos que los policías nos defiendan. Pero, si es que vemos la hondura del problema, valoramos y exigimos más aún que se gestione la educación religiosa de manera que lo primero y lo esencial, en esa educación, sea inculcarnos a todos – e inculcar a todos los pueblos de este mundo – que la fe en Dios y el respeto a Dios consiste, ante todo y sobre todo, en defender la vida, respetar la vida, promover los derechos y la dignidad de los seres humanos, hasta que la igualdad en derechos, y la libertad en creencias y convicciones, estén garantizadas para todos. En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Se pueden discutir no pocos detalles relativos a este texto. Pero, en cualquier caso, lo que no admite discusión es que aquí se presenta un modelo de religión en el que lo primero no es la observancia del ritual. Lo primero de todo, en la vida y en la religión, tiene que ser siempre mantener la mejor relación posible con el otro, sea quien sea y por el motivo que sea. El día que se eduque a todos los niños y jóvenes del mundo en esta convicción, ese día la humanidad habrá dado el paso decisivo para empezar a vivir en paz. Y con la seguridad de la paz garantizada.

Los problemas teológicos de la familia son dogmas de fe?

Los problemas teológicos de la familia, ¿son dogmas de fe? José M. Castillo, teólogo iglesia catolica ene 10 2015 Enviado a la página web de Redes Cristianas Teología sin censura 1. Cuando hablamos de la “familia”, ¿de qué hablamos? Para comprender la hondura y la importancia del problema, que aquí afrontamos, hay que tener en cuenta, ante todo, que la familia es: 1) Una unidad económica: la transmisión de la propiedad (los bienes, el patrimonio) ha sido, durante siglos, la base principal del matrimonio (Anthony Giddens, Un mundo desbocado, Madrid, Taurus, 2000, 67-68). 2) Una unidad jurídica: los deberes y los derechos de los padres, de los hijos, y de las relaciones que deben mantener, han necesitado y han justificado una serie de leyes y las consiguientes dependencias respecto al poder judicial. 3) Una unidad de relaciones emocionales: relaciones entre los cónyuges, entre los padres y los hijos, entre los hermanos…. Pero aquí es de suma importancia señalar que, en la Europa medieval (y todavía en muchas culturas) el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía florecer. La desigualdad de hombres y mujeres era intrínseca a la familia tradicional. En Europa las mujeres eran propiedad de sus maridos. Y esto se extendía, por supuesto, a la vida sexual. Durante gran parte de la historia, los hombres se han valido de amantes, cortesanas y prostitutas. Los más ricos tenían aventuras amorosas con sirvientas. Eso sí, los hombres tenían que asegurarse de que sus mujeres fueran las madres de sus hijos. 4) Una unidad para la procreación: ya que el matrimonio y la familia constituyen normalmente el medio que, mediante la generación, perpetúa la especie y, sobre todo, socializa a los recién nacidos integrándolos en la sociedad. 2. Problemas teológicos de la familia Cuando en este conjunto de problemas (propiedad, derecho, sexo, generación, educación…) entra la religión y se mezcla con tales problemas, a esos problemas se suma un elemento añadido, de enorme importancia (para bien o para mal) porque toca donde nadie más puede tocar, en la intimidad de la conciencia, allí donde uno se ve a sí mismo como una persona honrada o, por el contrario, como un indeseable, un despreciable, una mala persona. Todos los problemas que entran en el enorme bloque de la “bio-ética” están condicionados, en gran medida, por esta intromisión del hecho religioso en la institución familiar. Esto supuesto, la pregunta que se plantea es la siguiente: los llamados “problemas teológicos de la familia”, ¿son problemas que afectan a nuestra fe cristiana? Y por tanto, si un creyente está en desacuerdo con las soluciones “oficiales”, que se les suelen dar a esos problemas, ¿es por eso un mal creyente o incluso un hereje? Dicho de otra forma, ¿se puede disentir de las soluciones “oficiales”, que se suelen dar a los problemas relativos al matrimonio y a la familia, sin ser por eso un mal cristiano que pone en serio peligro su fe y su amor a la Iglesia? 3. Dogma de Fe En la Iglesia se entiende por “Dogma de Fe”, “una proposición objeto de fe divina y católica” (K. Rahner-H. Vorgrimler, Diccionario Teológico, Barcelona, Herder, 1966, 185). Esta afirmación se basa en la definición que, en 1870, hizo el concilio Vaticano I: “Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ya sea por juicio solemne, ya sea por su magisterio ordinario y universal” (Denzinger-Hünermann, 3011). Por tanto, para que una verdad sea Dogma de Fe, en esa verdad tienen que darse dos elementos esenciales: 1º) Tiene que ser una verdad que ha sido revelada por Dios. 2º) Tiene que ser una verdad que el Magisterio de la Iglesia propone como revelada por Dios. Si falta uno de estos dos elementos esenciales, no hay (ni puede haber) un Dogma de Fe. La negación (o la puesta en duda) de una verdad determinada, que no reúna los dos elementos mencionados, no puede ser nunca una herejía. De lo dicho se sigue que todo lo que no son “dogmas de fe”, son por eso mismo cuestiones de las que se puede disentir. Serían, por tanto, “quaestiones disputatae”, según la denominación que les daba a estas cuestiones la teología escolástica medieval. Es decir, serían cuestiones que siempre pueden estar sometidas a la duda, a la discusión, incluso al disenso. 4. Los problemas relativos a la familia, ¿son Dogmas de Fe? Ante todo, tenemos presente que una verdad teológica es “Dogma de Fe” cuando esa verdad ha sido revelada por Dios (en la Biblia o en la Tradición) y cuando, además de eso, tal verdad ha sido propuesta por el Magisterio de la Iglesia como una afirmación de Fe que ha de ser aceptada y creída como Dogma. Por tanto, no basta preguntarse si tal problema concreto (relativo al matrimonio o a la familia) se encuentra en la “revelación civina”. Además de eso, tiene que estar fuera de duda que esa verdad ha sido propuesta por el Magisterio infalible como Dogma de Fe. Ahora bien, no existe ninguna afirmación teológica, relativa al matrimonio o a la familia, que reúna los dos elementos mencionados. Concretamente, el tema de la ley natural (al que suelen apelar los documentos eclesiásticos cuando se refieren a la familia) aparece, por primera vez, en el Magisterio solemne de la Iglesia, en la Declaración “Dignitatis Humanae” sobre la libertad religiosa, del concilio Vaticano II, en 1963. El tema de la indisolubilidad del matrimonio se menciona por primera vez, en un documento pontificio, en la Encíclica “Arvanum Divinae Sapientiae”, de León XIII, en 1880. El tema de la homosexualidad fue asunto de los manuales de teología moral, hasta que en 1975, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Declaración “Persona humana”, rechaza abiertamente las prácticas homosexuales como contrarias al constante magisterio eclesial y al sentimiento moral de los fieles. No se trata de analizar aquí estos documentos. Para lo que interesa al presente estudio, basta tener claro que ninguno de estos documentos, ni los que han tratado posteriormente estos asuntos, han sido pronunciamientos del Magisterio infalible de la Iglesia. Por tanto, no se trata de doctrinas vinculantes para la Fe de los cristianos. En consecuencia, no se puede afirmar que los problemas que plantea la teología del matrimonio y la familia sean temas que afectan a la Fe divina y católica. No lo son. Así lo demuestra la historia de la Iglesia y de la teología cristiana. En efecto, durante los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos siguieron los mismos usos y costumbres, por lo que concierne al casamiento, que había en el resto del Imperio romano. Esta situación se mantuvo, por lo menos, hasta el siglo IV (J. Duss-Von Werdt, El matrimonio como sacramento, en Mysterium Salutis, IV/2, 411). Lo cual quiere decir que los cristianos de los primeros siglos no tenían conciencia de que la revelación cristiana hubiera aportado algo nuevo y específico al hecho cultural del matrimonio en sí. Por tanto, en aquellos primeros siglos, la Iglesia no tenía un Derecho matrimonial propio y específico. Es más – y esto es importante que se sepa -, la Iglesia, durante casi todo el primer milenio, no sólo se rigió en sus decisiones (también sobre el matrimonio y la familia) por el Derecho romano, sino que “la custodia de la tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia. Como institución, el Derecho propio de la Iglesia en toda Europa fue el Derecho romano. Como se decía en la Ley Ripuaria de los francos (61(58)1), en el s. VII, “la iglesia vive conforme al Derecho romano” (Peter G. Stein, El Derecho romano en la Historia de Europa, Madrid, Siglo XXI, 2001, 57). Más aún, en el año 619, el concilio de Sevilla, presidido por san Isidoro, invocaba el Derecho romano como la “lex mundialis”, aceptando así su universalidad (Conc. Hispalense II, can. 1 y 3. Cf. Ennio Cortese, Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale, Roma, Il Cigno, 2008, 48). Y esto se mantuvo así, no obstante las resistencias de algún que otro autor más puritano, como fue el caso de Beda el venerable. Sin embargo, desde el año 620, las Etymologiae de san Isidoro se erigieron en la fuente de referencia más importante del Derecho romano a lo largo y ancho de Europa (Peter G. Stein, o. c., 58). Ahora bien, es importante saber que el Derecho romano no se ocupara para nada de lo que ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus miembros eran un asunto privado, en el que la comunidad no intervenía. Todo el Derecho recaía sobre el poder y los privilegios del paterfamilias, en el que se concentraba toa la propiedad familiar. Y todos los poderes sobre la mujer y sus hijos. De manera que los hijos, incluso adultos, no podían poseer bienes hasta la muerte del padre (Peter G. Stein, o. c., 7-8). Como es lógico, estas condiciones y este vacío de legalidad indican claramente que las preocupaciones de la Iglesia no se centraban en los temas relativos al matrimonio y a la familia. En todo el primer milenio, no hay documento alguno del Magisterio que hable de los siete sacramentos. Porque la teología de los siete sacramentos se elabora a partir de los comentarios al Decretum de Graciano (.s. XI). Tales comentarios se hicieron, por tanto, a partir del s. XII, cuando aparecieron los primeros libros de Sententiae o Tractatus sobre los sacramentos (las Sententiae Divinitatis y el Tractatus de sacramentis del Maestro Simón). Hasta que se impuso el tratado de las Sentencias de Pedro Lombardo, que fue aceptado como fuente de los comentarios de los grandes Teólogos Escolásticos, de los siglos XII y XIII. Pero es importante saber que hasta el s. XIV no se impuso la doctrina de los siete sacramentos (José M. Castillo, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca, Sígueme, 1981, 375-301). Sabemos que el concilio de Trento dedicó la Ses. VII por completo al tema de los siete sacramentos. Pero, para fijar exactamente el “valor dogmático” que tienen las afirmaciones, que hizo el concilio en esta Sesión, hay que tener en cuenta dos puntos capitales: 1º) Los anathemas que impuso el concilio no significan necesariamente, en modo alguno, condenas de herejía (por ejemplo, DH 1660; 1759. Cf. P. Fransen, Reflexions sur l’anathème au concile de Trente: ETL 29 (1953) 658). 2º) La pregunta que les hicieron a los padres y teólogos del concilio fue si las doctrinas, que enseñaban los reformadores sobre los sacramentos, eran “errores” o “herejías” (CT 5, 844, 31-32). Pero no hubo manera de llegar a un acuerdo sobre este asunto. Así consta expresamente en las Actas del concilio (CT 5, 994, 11-12. DH 1600; cf. José M. Castillo, o. c., 333). Por tanto, no es un “dogma de fe” ni que los sacramentos sean siete; ni que el matrimonio cristiano sea un sacramento instituido por Cristo. A partir de esta afirmación fundamental, hay que tener presente que toda la doctrina del Magisterio, sobre el matrimonio y sobre la familia, nunca ha sido una definición dogmática. Siempre han sido enseñanzas pastorales, catequéticas o, en todo caso, de rango inferior. Ni siquiera el concilio Vaticano II se pronunció dogmáticamente sobre los asuntos que trató. Fue un “concilio pastoral”. Esto es lo que quiso Juan XXIII y mantuvo Pablo VI. La conclusión, que cabe deducir de lo dicho, es que todas las cuestiones y problemas, que se han planteado y se están debatiendo en el Sínodo de la Familia, son cuestiones sobre las que todos los cristianos podemos (y debemos) sentirnos libres para pensar, opinar y decir nuestra opinión, sin que por eso debamos tener miedo a atentar contra nuestra fe y nuestra fidelidad a la Iglesia. 5. Cuestiones de mayor actualidad 1. Divorcio He dicho que el Derecho de la Iglesia, durante los diez primeros siglos de su historia, fue el Derecho romano. Pues bien, en los manuales de Derecho romano se enseña que, al menos hasta el siglo IV, la libertad para divorciarse fue casi total en la sociedad romana. A partir del siglo IV, fue en aumento una cierta reprobación social en los casos de divorcios que se efectuaban sin una causa justificada (cf. Aulo Gelio, en las Noches Áticas, en 232 a. C., que probaría la mencionada reprobación social en los casos de divorcio injustificado). A partir del siglo VI, Justiniano admite el divorcio por “justa causa”. Y se sabe, con seguridad, que la Iglesia aceptó y practicó esta legislación. Por ejemplo, el año 726, el papa Gregorio II responde a una consulta de san Bonifacio: ¿Qué debe hacer el marido cuya mujer haya enfermado y como consecuencia no puede darle el débito conyugal? “Sería bueno que todo siguiese igual y se diese a la continencia. Pero, como eso es de hombres grandes, el que no se pueda contener, que vuelva a casarse; pero no deje de ayudar económicamente a la que enfermó y no ha quedado excluida por culpa detestable” (PL 89, 525). La misma doctrina sobre el divorcio entre cristianos se encuentra en el papa Inocencio I, en respuesta a Probo (PL 20, 602-603; cf. M. Sotomayor, Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio: Proyección 28 (1981) 102-103). 2. Homosexualidad Este asunto es motivo y causa de enorme apasionamiento y de más enorme sufrimiento. Ambas cosas. Apasionamiento en quienes lo rechazan. Y sufrimiento en no pocos de quienes lo padecen o lo tienen que soportar, en las sociedades en que esta condición de la sexualidad humana es fuertemente rechazada. Es de sobra conocido que algunas religiones se han opuesto, y se sigue enfrentando, con violencia a las personas de condición homosexual. En la historia del cristianismo, este enfrentamiento ha llegado, a veces, a la violencia extrema del asesinato. Antiguamente, a los homosexuales se les quemaba vivos, como se hacía con los herejes. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, la cultura se humaniza y, sobre todo, se conoce mejor lo que es la condición humana en su totalidad, el juicio y la estimación social de este asunto se va equilibrando. Se suele citar a san Pablo como un opositor tajante de la condición homosexual. Pero hay que matizar este juicio. Pablo, hablando desde la Torá judía, singulariza en Rom 1, 26-27 la homosexualidad únicamente para rechazarla como “contra la naturaleza”. Pero en esa tradición, como en muchas otras, la naturaleza sexual estaba determinada por la biología, el cuerpo y los genitales. Para muchas personas hoy en día, sin embargo, la naturaleza sexual está determinada por la química, el cerebro y las hormonas. Así pues, Pablo nunca se enfrentó a la pregunta que nosotros debemos responder actualmente (J. D. Crossan, J. L. Reed, En busca de Pablo, Estella, Verbo Divino, 2006, 453). ¿Qué pasa si resulta que la homosexualidad es tan “natural”, para algunos, como lo es la heterosexualidad, para otros? En todo caso, no podemos utilizar a Pablo para responder a una pregunta que Pablo, en su tiempo y su cultura, no pudo jamás hacerse, ni sospechar del problema que esa pregunta oculta. Por esto, parece más razonable hacerse esta otra pregunta: ¿aceptó la Iglesia, en siglos anteriores y en algunos casos, el matrimonio homosexual? El Derecho romano, que la Iglesia aceptó e hizo suyo, reconocía dos definiciones de matrimonio. Así lo indican los manuales de Derecho romano (Antonio Fernández de Buján, Derecho Privado Romano, Madrid, Iustel, 2008, 134-135). Una de estas definiciones se encuentra ya en Ulpiano (Digesto, 1. 1. 3) y fue desarrollada por Modestino (D. 23. 2. 1), que entiende el “matrimonio, coniunctio maris et feminae, la unión del hombre y la mujer”. La otra definición está también en Ulpiano (D. 24. 1. 32. 13): “No es la unión sexual lo que hace el matrimonio, sino la afección, affectio, matrimonial”. Como es lógico, la”afección matrimonial” se puede dar y vivir lo mismo entre personas de distinto sexo que entre personas del mismo sexo. Es verdad que la definición de Modestino (“unión de hombre y mujer”) es la que prevaleció en el Decretum de Graciano y, de ahí, pasó al Derecho Canónico. Sin embargo, la segunda de las definiciones mencionadas quedó también recogida en las Instituciones de Justiniano (A. Fernández de Buján, o. c., 135). De forma que donde se pone el acento, en ambas definiciones, es en “el proyecto de vida en común” (o. c., 135). Es evidente que tal proyecto se puede realizar lo mismo entre personas de distinto sexo que entre personas del mismo sexo. Por lo demás – y esto es fundamental -, esta legislación tuvo que traducirse en hechos. O quizá lo que sucedió es que esta legislación era la que correspondía a hechos que se vivían ya en la Edad Media. Esto es lo que demuestra el estudio de John Boswell, Las bodas de la semejanza (Barcelona-Madrid, 1996). La tesis de la obra de Boswell es que los homosexuales existieron en la sociedad medieval occidental, sin ser perseguidos de forma significativa, existiendo también una subcultura gay que era tolerada. A partir del siglo XIII, se acentúa la tendencia hacia la uniformidad en las sociedades cristianas europeas y el fortalecimiento de las autoridades tanto religiosas como civiles, cosa que se puso de manifiesto en la persecución contra los albigenses a los que se acusaba de practicar la sodomía y de cometer delitos “contra natura”. Además, Boswell demuestra que existían rituales para la celebración de la unión matrimonial entre personas del mismo sexo. La plegaria de estos rituales matrimoniales decía: “Bendice a tus siervos N. y N., no unidos por naturaleza… Y concédeles amor recíproco y que permanezcan libres de odio y escándalo…” (John Boswell, o. c., 490-491; cf. Javier Gafo, “Cristianismo y Homosexualidad”, en Javier Gafo (ed.), La homosexualidad: un debate abierto, Bilbao, Desclée, 3ª ed., 1998, 189-222). 6. Reflexión final Es evidente que la institución familiar es la base sobre la que se sostiene la firmeza y la consistencia del tejido social. Una sociedad en la que la familia se desestructura y se rompe es una sociedad que se autodestruye. En una sociedad así, la violencia se desata hasta límites que no imaginamos. Por el contrario, en las peores circunstancias de crisis social, si la familia es sólida, la sociedad se sostiene y mantiene a las personas y a las instituciones. Lo hemos visto en la crisis económica y política de Europa. La unidad familiar ha sido decisiva para mantener una ayuda y una protección segura a quienes los parados y, en general a quienes se han visto en dificultades. Es bien conocida la ayuda que han prestado los pensionistas a los hijos parados, a los niños, a los enfermos, etc. Es evidente también que la familia tradicional está evolucionando. Es un hecho que el elemento determinante de la familia ya no es el matrimonio, sino la pareja. Y el factor decisivo, para el mantenimiento de la pareja, es la comunicación basada en la relación pura (Anthony Giddens, o. c., 73-75). Se trata de la relación “basada en la comunicación emocional”. La relación que se basa en aquella forma de comunicación humana en la que “entender el punto de vista de la otra persona es lo esencial” (o. c., 75). Insistir en este punto, mantenerlo y enriquecerlo, todo esto es mucho más importante que resolver los problemas teológicos tradicionales de la familia. Problemas que fueron planteados por teólogos solteros. Y ahora son de nuevo los solteros los que pretenden resolver los problemas que ellos plantearon Y problemas que los clérigos solteros les metieron en la cabeza a los laicos. Seamos, pues, respetuosos todos, unos con otros. Y, en lugar de discutir cuestiones que no van a resolver los verdaderos problemas que hoy tienen tantas familias, seamos honestos todos. Reconozcamos nuestras limitaciones. Y pongámonos a buscar las verdaderas soluciones.

Buenos propósitos para el Año Nuevo. Leonardo Boff teólogo

Buenos propósitos para el año nuevo Leonardo Boff, teólogo y escritor espiritualidad ene 11 2015 Enviado a la página web de Redes Cristianas Todo comienzo de año es ocasión para hacer buenos propósitos. Son desafíos que nos ponemos a nosotros mismos para que la vida no sea siempre repetitiva sino creativa y, tal vez, sorprendente. Dejo aquitano algunos propósitos para alimentar la fantasía creadora de cada uno. 1. Desarrolla la inteligencia cordial, emocional y sensible. Sobrevaloramos la inteligencia intelectual, siempre necesaria, pero insuficiente. Dejada a sí misma produjo la solución final de los judíos (Shoah) y la Casa de la Muerte en Petrópolis bajo el régimen militar. La inteligencia cordial enriquece a la intelectual con el afecto, el amor y el cuidado sin los cuales perdemos nuestra humanidad y no salvaremos la vida en el planeta Tierra. 2. Dios siempre viene mezclado en todas las cosas. Donde haya algún gesto de amor, de solidaridad y de reconciliación allí está infaliblemente Él. Sin esos valores Dios es solamente un nombre. 3. Por la mañana al despertar o antes de recogerte haz un pequeño homenaje a Dios, o a aquella Energía amorosa y poderosa que nos sostiene. No necesitas decir nada. Reserva esos pocos minutos para Él y solo para Él. Si lo necesitas, llora por las demasiadas desgracias que ocurren o alégrate por lo bueno que ha pasado. 4. Cada persona es un proyecto infinito. Nada nos sacia plenamente. Pasa por las cosas, disfrútalas sin dañarlas, pero no te detengas en ellas. Vete hacia delante y siempre adelante, pues somos caminantes de la vida y solamente un Infinito sacia nuestra sed y hambre infinitas. 5. Desea ser águila que vuela alto y libre, es decir, ten ideales y grandes sueños. Pero no olvides que debes ser también gallina, concreta y prudente, especialmente cuando se trata de administrar los bienes materiales o de manejar dinero. Aprende cuando debes ser águila y cuando gallina, y a combinar sabiamente ambas. 6. Haz una terapia en tu lenguaje. Se dicen tantas palabrotas en el hablar cotidiano y en las redes sociales. En el principio existía la Palabra. Ella tiene fuerza creadora y destructora. Depende de ti. Ella es “el puente por donde va y viene el amor” como cantan los cristianos de las comunidades de base. 7. Hoy puedes informarte sobre todo. Prácticamente todo se encuentra en internet y en Google. Pero cuida formarte para tener una humanidad más plena. Una sabia filósofa judía dijo: podemos informarnos durante toda la vida sin educarnos nunca. 8. Cuando vuelves a casa, toma tu baño, descansa un poco, no enciendas inmediatamente la televisión, consultes facebook o leas los emails. Retírate a un rincón, queda en silencio. Agradece a Dios por la vida, pues en los días actuales, con los peligros que corremos en cada esquina, todos somos supervivientes. 9. Resiste a la propaganda. Ella no piensa en ti, sino en tu bolsillo, para hacerte un consumidor y no un ciudadano o ciudadana consciente. Asume como proyecto de vida la sobriedad compartida. Podemos ser más con menos, por amor a aquellos que tienen poco o nada. Decide tú mismo qué comprar y cuando comprar con plena libertad y conciencia. 10. Incorpora la ética del cuidado esencial: cuida tu salud, tu familia, tu casa, tus amigos, cuida el ambiente entero con el mismo sentimiento de San Francisco de Asís que respetaba y amaba a todos los seres como hermanos y hermanas, especialmente a la hermana agua y la hermana y madre Tierra. Percibirás pronto que todos los seres, también las montañas, tienen un corazón que late como el tuyo. En el fondo tú, tu casa y tu familia, las personas, los paisajes, las montañas, el cielo estrellado, la luna, el sol y Dios constituyen un único, grande y generoso Corazón pulsante. Leonardo Boff escribió La Gran Transformación: en la economía, la política y la ecología, Madrid, Nueva Utopía 2014, Traducción de MJ Gavito Milano

Declaración de Atrio por la rehabilitación de Hans Küng

DE ATRIO, atrio@atrio.org VALENCIA. ECLESALIA, 12/01/15.- La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe condenó al profesor Hans Küng en diciembre de 1979 al declarar que “no puede ser considerado como teólogo católico y que no puede ejercer como tal el oficio de enseñar”. Esta declaración oficial (aprobada por Juan Pablo II y firmada por el cardenal Seper, antecesor del cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación) culminaba un proceso de desacuerdos y desautorizaciones con el episcopado alemán y la curia que duró más de cinco años. Manuel Fraijó contó ya, hace treinta y cinco años, este proceso en “Hans Küng en conflicto con Roma”. Hans Küng, que había buscado siempre el diálogo con los obispos alemanes y con el papa, mantuvo a pesar del golpe su dedicación a la teología, su condición de sacerdote católico y su lealtad crítica hacia las autoridades de lo que él siempre ha declarado que era ”su Iglesia”. Sus aportaciones teológicas y éticas han ayudado a muchos creyentes adultos a conservar su fe cristiana y su pertenencia a la comunidad católica. Y a muchos no creyentes, a entender y respetar la verdadera fe cristiana. Esa es la verdadera misión del teólogo. Hans Küng, tras la elección de Benedicto XVI, pidió a todos un voto de confianza hacia su ex compañero de cátedra, imponiéndose un silencio que duró un largo periodo. Últimamente, ante la gravedad de los hechos que la misma dimisión del papa confirmó, volvió a hablar en público de la grave situación en que se encontraba la Iglesia (¿Puede aún salvarse la Iglesia?). Por eso ha recibido con esperanza la elección del nuevo papa. Hoy en día, aquejado por la enfermedad, está alejado de la vida pública y da por concluida su obra con la aparición del último tomo de sus memorias: Humanidad vivida. Creemos que es una persona que se merece –y si es posible en vida– el reconocimiento y gratitud de su comunidad eclesial y la rehabilitación respecto a la privación de la venia docendi decretada contra él. Por todo ello, solicitamos de los obispos alemanes, de la curia romana y del obispo de Roma: La revisión de la causa de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe “sobre algunos puntos de la doctrina teológica del profesor Hans Küng”, anulando las decisiones canónicas que incluían contra él. Que, mientras esta revisión se lleva a cabo, se devuelva de alguna manera pública la condición de teólogo católico al profesor Küng. Estos actos de reconocimiento debería provenir tanto del conjunto del episcopado alemán como del gobierno central de la Iglesia en Roma. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia)