Texto
completo del discurso. Se puede leer mientras se escucha al mismo papa en RTV Vaticana (desde m. 53).
Señor Presidente, Señoras y Señores
Vicepresidentes,
Señoras
y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este
hemiciclo,
Queridos amigos
Les
agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución
fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen
de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de
ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco
particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales palabras
de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la
Asamblea.
Mi
visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la
del Papa Juan Pablo II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa
y en todo el mundo. No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el
Continente en dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa,
dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las
dimensiones que le han dado la geografía y aún más la historia».[1]
Junto
a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido
movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre
menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece
ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que
tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo
con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al
dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los
ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.
Un
mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan
convertirse en fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que
Europa – junto a todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el Señor, que
transforma el mal en bien y la muerte en vida.
Un
mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de
la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de
trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión
entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto
político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o
sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad
trascendente.
Quisiera
subrayar, ante todo,
el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras:
«dignidad» y «trascendente».
La
«dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación
en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la
indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las múltiples
violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa, a lo largo
de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos humanos nace
precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos
sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor
de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra
su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el
pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y
lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos
y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente,[2] dando lugar al concepto de «persona».
Hoy,
la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso
de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto en
su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un compromiso
importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los
seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la
concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados
cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente,
¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el
propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué
dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la
fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede
tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación?
¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo
necesario para vivir o, todavía peor, che no tiene el trabajo que le otorga
dignidad?
Promover
la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables,
de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en
beneficio de intereses económicos.
Es
necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de
una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los
mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más
amplia de los derechos individuales – estoy tentado de decir individualistas –,
que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y
antropológico, casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las
otras «mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se
asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman
los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a
un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de
los demás y al bien común de la sociedad misma.
Considero
por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que
pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la
del bien común, con ese «todos nosotros» formado por
individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social.[3] En efecto, si el derecho de cada uno no está
armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin
limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de
violencias.
Así,
hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su
naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula»
inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado;[4] significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto,
sino como un ser relacional.
Una de las enfermedades que veo más
extendidas hoy en Europa es lasoledad, propia de quien no tiene lazo
alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su
destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades
para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras
ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca
de un futuro mejor.
Esta
soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía
con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar
que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión
Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a
instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se
sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde
muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento,
de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes
ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en
favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.
A
eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una
opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y
sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las
cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento
de una orientación antropológica auténtica.[5] El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero
engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser
utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la
vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el
caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin
atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Este
es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la
técnica»,[6] que termina por causar «una confusión entre los fines y
los medios».[7] Es el resultado inevitable de la «cultura del
descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario, afirmar la
dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se
nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de
comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a
una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de
la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere
decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista
y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de
la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.[8]
Por
lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de
las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal
de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los
derechos y consciente de los propios deberes?
Para
responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más
célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa
la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El
primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos
decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el
observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que
describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el
cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios,
que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su
capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.
El
futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre
estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión
trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente
la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y
defiende.
Precisamente
a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la
centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas
y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el
patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural
del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el
futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la
laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la
Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han
formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad
recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la
persona.
Por
ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia
Católica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas
(COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las
instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa
capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza
y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos
que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de
los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente
este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la
violencia».[9]
A
este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones
que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas,
en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles
violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas;
asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y
cómplice silencio de tantos.
El
lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no
significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En
realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la
compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus
miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor. En este sentido, considero
que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las
instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal
de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las
tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de
tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro la persona humana significa
sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia
creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.
Por
otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en
la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la
arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de
solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda
caminar, animados por la confianza recíproca.
En
esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y
Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la
democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una
concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema
democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las
organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el
riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del
sofisma… y se termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo
nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas
«maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los
totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos
sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.[10]
Mantener
viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico,
evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea
desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que
las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder
financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la
historia nos ofrece.
Dar
esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona
humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de
invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan
fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la
familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia
unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar
esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con
graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la
familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones,
sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en
condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar
familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto
a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades.
La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos,
sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona
humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación
adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión.
Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la
investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía
completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de
energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa
ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la
ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y
atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la
creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto
significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos
disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los
dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros
en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de
manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la
consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».[11] Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a
evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en
el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede
tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras
toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además,
el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte
fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología
humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar
dirigiéndome a ustedes.
El
segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el
trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre
todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones
adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos
para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y
seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo
humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado
contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a
garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de
educar los hijos.
Es
igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar
que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que
llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan
acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea
corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no
tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo
esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer frente a las
problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su
propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean
capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al
mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas
correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su
desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa
principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y
alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente
sobre los efectos.
Señor
Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser
conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo
propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión
en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que el
ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha
sufrido mucho por los conflictos del pasado. Por último, la conciencia de la
propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países
vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los
cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del
fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A
ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la
identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza
en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que
se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más
amplia es su responsabilidad individual y colectiva».[12] Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra
su alma buena.
Un
autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo
que el alma al cuerpo».[13] La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su
conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al
cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores,
también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo
vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de
caridad y de edificación humana común que constelan el Continente. Esta
historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también
nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de
redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores,
en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía libre de
conflictos.
Queridos
Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en
torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores
inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza
su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el
momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí
misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia,
arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo
y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa
que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para
toda la humanidad.
Gracias.