Yo no saldría a la calle a defender el aborto con un cartel que dijera: “Con mi cuerpo decido yo”, ni gritaría muy alto: “Derecho al aborto”. Yo no tengo derecho, así sin más, ni a matar una lombriz ni a arrancar una flor. También ellas son vida sagrada.
Pero tampoco comparto las severas certezas contrarias que exhiben muchos obispos. Mons. Ureña (Zaragoza) ha declarado que "el no nacido es una persona”, y Mons. Munilla (San Sebastián) acaba de sentenciar en su Carta Pastoral que lo es “desde el principio”, desde la concepción, y que todo aborto es un “crimen”, y que su aceptación revela un “eclipse de la razón” e incluso un “suicidio espiritual”, y pone en duda la moralidad de las instituciones y movimientos vascos que trabajan por la paz (“Secretaría General para la Paz y la Convivencia”, “Defensor del pueblo”, “Conferencias por la paz”) mientras no condenen el aborto (¡ojo al dardo!). El recientemente nombrado cardenal Fernando Sebastián afirmó que “todas las mujeres que quieren abortar lo que buscan es quitarse del medio a sus hijos para disfrutar de la vida”. Y el saliente portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, ha advertido que quienes "colaboren en la realización de un aborto tienen la excomunión ipso facto” (¿quedarán también excomulgados los parlamentarios del PP y todos sus votantes, pues contribuirán a que se aborte en determinados supuestos? No, ellos no incurrirán en excomunión, según nos explica Munilla en su Carta Pastoral).
Duras, hirientes certezas. Ahí habla una Iglesia convertida en aduana de control, en tribunal supremo de la verdad y del bien, en única intérprete autorizada de la “revelación” o de la naturaleza, incluso de las ciencias. Afortunadamente, nos queda el evangelio. “No ve venido a condenar, sino a salvar”, dijo Jesús, y los obispos debieran saberlo mejor que nadie. Y debieran saber que no hay guerra ni ejecución que no haya justificado e incluso exigido la Iglesia, a pesar del “no matarás”. Debieran ser más humildes, aunque solo fuera por pudor histórico.
Debieran saber también que en toda la Biblia no se dice nada sobre el aborto. Y que los grandes referentes de la tradición católica (Decreto Graciano, Santo Tomás de Aquino) no identifican al embrión con una persona humana y, aunque rechazan el aborto, nunca lo califican de asesinato. Los obispos debieran saber que los datos científicos impiden afirmar que el cigoto de un día sea un niño (el ADN no basta para ser a persona), o que el embrión de 12 días (que puede convertirse en dos, o dos en uno), o el de 5 semanas carente todavía de actividad cerebral o el feto de 10 semanas carente aún de órganos posean la misma cualidad humana que un feto de cuatro meses o que un niño ya nacido. Podrá llegar a ser niño, pero aún no lo es. Como una bellota podrá convertirse en un frondoso roble, pero no es un roble. Y no debieran ignorar los obispos que el 50% de los embriones acaban en abortos de manera “natural” en las 12 primeras semanas, pero nunca figuran en los índices de mortandad infantil.
No defiendo el aborto, sino una ley que sea aceptable para una mayoría social. Los obispos están en su derecho de enseñar lo que creen, pero no pueden exigir que el código penal considere todo aborto como crimen, ni que la ley civil obligue al heroísmo ni al máximo bien en sí, sino al máximo bien posible. Y no deben olvidar que las restricciones legales apenas conseguirán que disminuyan los abortos, pero que solo las ricas podrán abortar con garantías para su propia salud, yéndose al extranjero.
Hay que cuidar la vida en todas sus formas y en todas sus fases. Pero no siempre sabemos claramente cómo. Hay que defender la vida en todas sus formas en el mayor grado posible, evitando el mal mayor o procurando el bien mayor posible. Pero no se puede defender la vida a base de excomuniones y de dogmas absolutos. El aborto es casi siempre un dilema y a menudo un drama, cuando dos vidas entran en conflicto insoluble. Y es ante todo la propia mujer la que tiene el sagrado derecho y deber de decidir en conciencia. Y a la Iglesia le toca estar a su lado, sea cual fuere su decisión.
Joxe Arregi
Publicado en el diario DEIA