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ATALAYA

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martes, 18 de febrero de 2014

El papa Francisco vuelve a provocar a los católicos Juan Arias


Al papa Francisco, al revés de sus sucesores que medían y pesaban sus palabras, le encanta provocar. Y no lo hace a través de sesudas encíclicas o documentos papales. Provoca a los católicos en las calles y plazas, como hace dos mil años lo hacía el profeta inconformista de Nazaret.
Su última provocación tuvo lugar el miércoles pasado conversando con los fieles en Roma. Les dijo, como la cosa más normal del mundo, que el cristiano que “no se considere pecador” mejor que “no vaya a misa”.
Más aún, según Francisco, los que van a misa para aparentar que “son mejores que los otros”, mejor que se queden en casa. No hay lugar para ellos en la iglesia.
Alertó también con humor a los fieles para que cuando vayan a misa no hagan “comadreos”, comentando por ejemplo cómo está vestida fulanita o menganita de tal. Quizás se refería a las misas de boda. Francisco, cuando era cardenal arzobispo de Buenos Aires, ironizaba al comentar que muchos católicos asisten a esa ceremonia sin importarles la misa, sino más bien ”cómo está vestida la novia y sus convidadas”.
El nuevo papa latinoamericano está resucitando la Iglesia de la comprensión y la misericordia después de siglos de inquisición. Se está saltando cientos de años de teología y patrística para llevar a la Iglesia a sus orígenes, cuando aún no existían tribunales de inquisición y cuando en el centro de todo estaba la teología del perdón y no del castigo.
Hasta Francisco, los anteriores pontífices medían cada palabra y hasta sus encíclicas tenían que pasar por la censura de la Congregación para la Doctrina de la fe y del diario oficial del Vaticano, L´Osservatore Romano. No eran libres de decir lo que sentían con espontaneidad.
Recuerdo solo un Papa, Juan XXIII -al que dicen que se parece Francisco- que cuando visitaba alguna parroquia pobre de los suburbios de Roma, al hablar improvisando, decía con humor a los periodistas que lo acompañaban: “Mejor que toméis apuntes porque es posible que mañana lo que estoy diciendo no aparezca publicado en L´Osservatore Romano”. Y era cierto. Le censuraban.
Francisco aparece quebrando viejos tabús. No se siente maniatado cuando habla, ni se preocupa excesivamente de si lo que dice puede o no poner los pelos de punta a ciertos teólogos conservadores.
Se siente seguro porque él ha hecho un link con la Iglesia primitiva, más aún, con los textos bíblicos antes de que fueran domesticados por las diversas teologías a los largo de los siglos.
La afirmación de que que si un cristiano no se siente pecador es mejor que no vaya a misa no habrá dejado de sonar casi a herejía a muchos católicos conformistas.
Sin embargo, esa vuelta a la idea de una Iglesia no triunfante, no de justos y santos sino de pecadores, no de elegidos sino de los que buscan piedad y misercordia, la está rescatando de los evangelios, de las enseñanzas directas del profeta judío.
Tres pasajes de los evangelios de Lucas y Juan darían plena razón a la última provocación de Francisco. La primera es cuando es acusado por los fariseos de haber ido con sus apóstoles a comer a la casa de un publicano, una categoría considerada como de “pecadores”. Jesús aprovecha la crítica que le hacen los que se creen buenos y les dice: “Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”, y añade: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos”. (Lucas 5, 27-32)
En el mismo evangelio lucano (18, 9-14) a los que se consideraban justos (sin pecados) y “menospreciaban a los otros”, les propuso la siguiente parábola: dos hombres fueron a rezar al templo, uno era fariseo (justo) y el otro publicano (pecador). El fariseo, en pie, para ser visto mejor, rezó así: “Te doy gracias, Dios, porque yo no soy como los otros, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano ahí. Yo ayuno dos veces a la semana y doy al templo el diezmo de todo lo que gano”. Detrás de él, en un rincón, el publicano pecador no osaba ni levantar los ojos y se golpeaba el pecho diciendo: “Señor, ayudadme porque yo soy un pecador”. Jesús resume: “Os digo que el publicano volvió a su casa justificado y no el fariseo”.
En el evangelio de Juan (8,2), un grupo de hombres ya mayores quiso poner a prueba la fama de misercordioso de Jesús con los pecadores y le llevaron a rastras a una mujer sorprendida en adulterio: “La ley manda matarla (por lapidación). ¿Tu qué dices?”. Querían que Jesús se declarase contra la ley judía. No sabemos lo que les respondió porque lo escribió con el dedo en el polvo de las losas del templo, mientras la mujer, humillada, se hallaba arrojada en tierra, una escena que al famoso cineasta ateo, el italiano, Pier Paulo Passolini, le dejaba enloquecido y me preguntaba incrédulo: “¿Pero por qué los apóstoles no se interesaron en contarnos lo que Jesús había escrito?”.
Se sabe solo que cuando Jesús les propuso a los acusadores que lanzaran la primera piedra aquellos que “estuvieran sin pecado”, estos empezaron a irse, “comenzando por los más viejos”. A la mujer en pecado, Jesús le pregunta: “¿Nadie te condena? Yo tampoco, vete en paz y no vuelvas a hacerlo”.
Aquellos legalistas, incapaces de misericordia, no le perdonaron sin embargo al profeta su gesto de misericordia con la adúltera y lo llevaron a la cruz aún muy joven.
Francisco está resucitando a la Iglesia que prefería perdonar que condenar, entender el corazón humano en vez de anatematizarlo, convencido como está que la Iglesia que, por ejemplo, hace del confesionario (en expresión suya) un “lugar de tortura”, no responde a la que había soñado su fundador: una Iglesia que no condena a nadie y que deja el juicio final en manos de Dios, del que decía el profeta Isaías que es más madre que padre.
¿No parece Francisco, en efecto, más una madre que cierra los ojos a las fechorías de sus hijos que un padre severo siempre dispuesto a castigar? “¿Quién soy yo para juzgar a un homosexual?”, les dijo a los periodistas en el avión de regreso de Brasil.
Francisco está siendo severo solo contra los que violentan a los menores inocentes, es decir, contra los pederastras dentro de la Iglesia. Mucho más que sus antecesores. Y también en esto sigue las huellas del maestro que llegó a pedir la pena de muerte para el que violenta a los niños. “Mejor sería que le colocasen una piedra de molino al cuello y lo arrojaran al mar”, les dijo severo a sus discípulos.
Francisco es, en verdad, el primer Papa que ha sorprendido desde el primer momento al confesar con coraje: “Yo también peco”.
¿Cuánto aguantará la Iglesia tradicional esta revolución repentina?

Sr. Arzobispo de Zaragoza: la cosa no está tan clara Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


Enviado a la página web de Redes Cristianas
El señor arzobispo de Zaragoza, Manuel Ureña Pastor, ha recordado que la doctrina de la Iglesia afirma la condición plenamente humana de los concebidos, desde el primer momento de la concepción. Eso es algo muy discutible, monseñor. Y sería muy pedagógico y esclarecedor que alguien , Vd, u otra personalidad eclesiástica, nos aclarara en qué momento, o documento, la Iglesia adoptó esa postura tan clara y meridiana.
Desde luego, no fue por parte de santo Tomás de Aquino, quien iluminado por la teoría aristotélica, retrasaba mucho el momento de la condición humana del feto. Y, por lo que sabemos de la ciencia biológica de hoy, hay que esperar bastantes semanas para poder hablar, con un mínimo de rigor, de experiencia humana en el seno del útero.
En primer lugar, le afirmaré que el aborto es una lacra detestable, que soy contrario al mismo, y que he impedido, a Dios gracias, varios abortos inminentes, de chicas de nuestro grupo de jóvenes, en Brasil, por lo menos cuatro que traté de cerca. Y que me alegré muchísimo del resultado de mi intervención. Y también le recuerdo que, desgraciadamente, se ha venido practicando desde el inicio de lo tiempos. Así que una de las cosas que persigue la legislación sobre el aborto es reducir su número. Con la legislación penal de antaño la práctica del aborto no disminuía, al contrario, aumentaba. Y con un agravante: el de poner en serio riesgo la vida de la madre. Están llenas las crónicas, y las obras literarias, en los siglos XVIII-XIX, de jóvenes madres que morían víctimas de la carnicería de comadronas inescrupulosas, que aprovechaban la prohibición, para trabajar clandestinamente, y ganar así unos dineritos para paliar su miseria. Esa era la realidad social, que no penal, porque la mayoría, por ser acciones clandestinas, no eran conocidas.
Es una cosa que me deja perplejo la confusión entre los aspectos morales, sociales y penales del fenómeno del aborto. Los obispos se fijan en el aspecto moral, que es el que más unanimidades suscita, porque nadie, que yo conozca, asegura, con firmeza, que el aborto sea una acción ética y moral, de la que alguien se jacte o vanaglorie. Otra cosa son los aspectos penales del aborto, que es preciso abordar, y, si es posible, superar. Si lo anterior me deja perplejo, más, si cabe, me quedo boquiabierto de la confusión que sufren nuestros prelados a la hora de ignorar que el legislador, de cualquier país medianamente serio que pongamos en el candelero, no busca atajos para facilitar penalmente el aborto, sino que lo que procura es minimizar esa plaga, que no es de hoy, ni de aquí, sino que tiene siglos y miles de sitios. Y que no es el mejor antídoto contra esa plaga el recordar, simplemente, que es algo inmoral, como no es freno contra los robos o los asesinatos el mismo recuerdo, sino que es preciso matizar los condicionamientos y las circunstancias que el derecho penal determine.
Pero yo quiero levantar mi voz y mi opinión a favor de los legisladores, que no son unos monstruos, ni unos degenerados que legislan caprichosamente contra la vida de los indefensos. Simplemente usan una artilugio moral-legal en el que son verdaderos maestros los moralistas cristianos. Recuerdo al padre Regatillo, o al padre Zalba, ambos jesuitas de la mejor escuela. Con ellos aprendimos esos subterfugios de las acciones causales con doble efecto, o la teoría del mal menor, que es de la que echan mano los legisladores de todos los países para despenalizar el aborto. Esto, digan lo que digan los obispos, no es promover el aborto, que en muchas naciones, o ciertas regiones de esas naciones, ha disminuido con leyes que sacan de la clandestinidad, esa práctica, nefasta y peligrosa para las madres, y la llevan a los quirófanos asépticos y desinfectados. Pero insisto, no conozco, ni sé de ningún legislador, a quien le guste, le agrade, o le parezca un bien moral el aborto.
En cuanto a la doctrina de la Iglesia sobre el particular, se discute, y me sumo a los que por lo menos aceptan a trámite la discusión, se estudia y polemiza, digo, sobre la competencia filosófica, biológica, neuronal, o médica, en general, del magisterio de la Iglesia para dilucidar, y dogmatizar, sin matices, sobre la condición humana del concebido desde el primer momento de la concepción. Actualmente solo científicos, biólogos y médicos muy ligados a la jerarquía eclesiástica mantienen ese aserto. Pero la mayoría se inclina por la opinión de Santo Tomás de Aquino, que retrasaba unas cuantas semanas ese reconocimiento. Los que afirman que el aquinate no estaba habilitado ni tenía autoridad para ofrecer esa opinión, sean coherentes, y afirmen lo mismo de los obispos, porque no se sabe que los inicios de la vida humana, y su momento, exacto, sean temas de la Revelación. Como tampoco lo es la moralidad o no de la pena de muerte, y ya sabemos la opinión de muchos prelados. O de la guerra, o de la tortura, aunque sobre ésta hay argumentos suficientes en el Evangelio para condenarla. Algo que, por cierto, no hicieron los obispos de épocas no tan lejanas.
Artículo del Blog “EL gaurdián del Areópago”

El silencio de Rouco Gabriela Cañas



La ONU ha denunciado la inacción de la Iglesia sobre el caso de los niños robados en España
La Iglesia católica se define tanto por lo que defiende como por lo que calla. El reciente informe del Comité de los Derechos del Niño de la ONU, que ha acusado al Vaticano de seguir transigiendo y avalando con su silencio cómplice la pederastia no solo se centra en los abusos sexuales; también en otros asuntos igualmente graves; alguno de ellos con claro carácter español.

“La Comisión”, dice el informe, “deplora que miles de niños hayan sido arrebatados a sus madres por la fuerza por congregaciones católicas en varios países para después ser enviados a orfanatos o entregados en adopción a otros padres, como fue el caso importante en España y en las lavanderías irlandesas de Magdalena” (…) “La Santa Sede no ha abierto una investigación interna sobre estos casos y no tomó ninguna acción contra sus responsables”.
La plataforma de afectados por los robos de niños en España siempre ha echado en falta un pronunciamiento de los obispos españoles por este escándalo, habida cuenta de que hubo instituciones y religiosos implicados y que el juez imputó a la ya fallecida sor María Gómez Valbuena. El presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, y sus portavoces eluden siquiera pronunciarse sobre un asunto tan grave que solo ahora se ha destapado públicamente. Ellos que tanto se preocupan por el relativismo moral de la sociedad, no tienen nada que decir sobre unos delitos que han dejado un reguero de víctimas que buscan la verdad y la reparación.
El informe de la ONU es a nivel global una denuncia de grueso calibre, porque acusa a la Iglesia católica de incumplir derechos humanos suscritos por la propia Santa Sede en convenios internacionales. La lista es larga: no solo se encubre a los abusadores sexuales, sino que el derecho canónico no protege a los niños de la violencia y sigue haciendo una clara distinción con los hijos nacidos fuera del matrimonio; con su actitud general la Iglesia estigmatiza la homosexualidad, mantiene los estereotipos sexistas en sus libros de texto, arrebata la identidad a los hijos de los sacerdotes, sigue tolerando los castigos físicos en algunas instituciones, no investiga el tormento que sufrieron cientos de niñas irlandesas en las lavanderías Magdalena —donde eran explotadas laboralmente y sometidas a abusos (entre otros suplicios)— y, en general, no invierte en formar a los suyos en valores que pongan fin a tanto infierno infantil.
El papa Francisco ha creado un grupo de trabajo para tomar medidas conducentes a “estar siempre del lado de los niños”. Frente al informe de la ONU, el exsecretario de Estado vaticano Tarcisio Bertone ha pedido paciencia. Indudablemente, la tarea de Francisco llevará tiempo porque es titánica. El mal corroe la institución y está bien enquistado. Pero la paciencia tiene un límite y en España la jerarquía católica es especialmente refractaria al revisionismo. Mantener a Rouco, ciertamente a punto de jubilarse, avalar a una Conferencia Episcopal obsesionada con participar en política con el aborto o nombrar cardenal a Fernando Sebastián, que cree que hay que curar la homosexualidad, no es la mejor señal para la paciencia sobre una institución todavía tan influyente.
gcanas@elpais.es

¿En qué creen quienes nos gobiernan? José M. Castillo, teólogo

No dudo que nuestros gobernantes (políticos, militares, jurídicos, económicos, religiosos…) tiene creencias. Y bastante sólidas, por cierto, dadas las no pocas dificultades que tienen que superar. Lo que yo me pregunto no es si tienen creencias, sino en qué creen. Una pregunta que se acentúa cada mañana cuando uno lee los periódicos o escucha los informativos. Por eso yo pensaba estos días pasados: ¿en qué demonio creerán quienes dieron la orden de disparar (lo que fuera) contra unos hombres que se estaban ahogando junto a la playa de Ceuta?
Entiendo que nuestros obispos están en su derecho (y en su deber) cuando claman en defensa de la vida siempre que esa vida es la de un no-nacido. Pero, ¿han denunciado con la misma fuerza y la misma eficacia lo que ha ocurrido en el patético incidente de los inmigrantes que han muerto en la playa de Ceuta? ¿Por qué no claman al cielo cuando se enteran de los incesantes recortes que está sufriendo nuestro sistema sanitario? ¿Es que esto ya no es defender la vida? Cuando sabemos que en España hay ahora mismo cerca de tres millones de niños hundidos en la pobreza, pasando hambre, ¿en qué creen los que han hecho eso posible? ¿Y los que lo permiten en silencio, haciendo la vista gorda como el cura aquél de la parábola del buen samaritano?
Todo esto me da mucho que pensar. Porque ando ahora estudiando el tema de la fe en los evangelios. Y lo que más me llama la atención es que, en esos relatos, la fe no se relaciona directamente con la religión, sino con la salud. Es decir, la fe es una fuerza que se centra en el que sufre. Y en la curación del sufrimiento del enfermo. La cosa no falla. Siempre que Jesús repite: “tu fe te ha salvado” (una y otra vez), no se refiere a la salvación eterna, sino a la curación de los males y penas de esta vida. Y que nadie me venga haciendo apologética religiosa con los presuntos milagros, que probarían la divinidad de Jesucristo. No entro ahora en esa cuestión, que rebasa los límites de esta reflexión. Vamos a quedarnos en lo más claro que hay en los relatos, que es sencillamente esto: que las personas que sufrían, si tenían fe, esa fe se relaciona constantemente con la solución del sufrimiento y sus causas.

Así las cosas, vuelve mi pregunta: ¿en qué creen quienes nos gobiernan? Yo veo que juran sus cargos poniendo la mano sobre los evangelios, que, por cierto, en ellos se prohíbe jurar. Y veo que asisten a actos religiosos. Y con frecuencia están a partir un piñón con obispos, curas y frailes. Todos clamando en defensa de la vida de los no nacidos (repito que en eso estoy de acuerdo, ya que no soy abortista). Pero por qué no son igual de intolerantes en la lucha contra tantas y tantas agresiones a los derechos de la vida del resto de los mortales? ¿No habrá inconfesables connivencias entre los anti-abortistas y los que, desde intereses que no conocemos, han hecho posibles unas condiciones sociales y económicas que atacan la dignidad, los derechos y la seguridad de los más indefensos de esta vida? No quiero ser mal pensado. Pero, tal como se han puesto las cosas, resulta imposible evitar que a uno se le ocurran este tipo de preguntas.  

Ternura: la savia del amor Leonardo Boff, teólogo


Los caminos que van del corazón de un hombre al corazón de una mujer son misteriosos. Igualmente misteriosas son las travesías del corazón de dos hombres y respectivamente de dos mujeres que se encuentran y se declaran sus mutuos afectos. De ese ir y venir nace el enamoramiento, el amor y finalmente el casamiento o la unión estable. Como tratamos con libertades, las parejas se encuentran expuestas a eventos imponderables.
La propia existencia nunca está fijada de una vez. Vive en permanente diálogo con el medio. Ese intercambio no deja a nadie inmune. Cada uno vive expuesto. Las fidelidades mutuas son puestas a prueba. En el matrimonio, apagada la pasión, empieza la vida cotidiana con su rutina gris. En la convivencia a dos suceden desencuentros, irrumpen pasiones volcánicas por la fascinación de otra persona. No es raro que después del éxtasis siga la decepción. Hay vueltas, perdones, renovación de promesas y reconciliaciones. Siempre sobran, sin embargo, las heridas, que, aunque cicatricen, recuerdan que un día sangraron.
El amor es una llama viva que arde pero que puede oscilar y lentamente ir cubriéndose de cenizas hasta apagarse. No es que las personas se odien, se vuelven indiferentes unas a otras. Es la muerte del amor. El verso 11 del Cántico Espiritual del místico San Juan de la Cruz, que son canciones de amor entre el alma y Dios, dice con fina observación: «el mal de amor no se cura sino con la presencia y la figura». No basta el amor platónico, virtual o a distancia. El amor exige presencia. Quiere la figura concreta que más que la piel-a-piel es el cara-a-cara y el corazón sintiendo el palpitar del corazón del otro.
Bien dice el místico poeta: el amor es una dolencia que, en mis palabras, solo se cura con lo que yo llamaría ternura esencial. La ternura es la savia del amor. Si quieres guardar, fortalecer, dar sostenibilidad al amor sé tierno con tu compañero o con tu compañera. Sin el aceite de la ternura no se alimenta la llama sagrada del amor. Se apaga.
¿Qué es la ternura? De entrada, descartemos las concepciones psicologizantes y superficiales que identifican la ternura como mera emoción y excitación del sentimiento frente al otro. La concentración solo en el sentimiento genera el sentimentalismo. El sentimentalismo es un producto de la subjetividad mal integrada. Es el sujeto que se pliega sobre sí mismo y celebra las sensaciones que el otro provocó en él. No sale de sí mismo.
La ternura, por el contrario, irrumpe cuando la persona se descentra de sí misma, sale en dirección al otro, siente al otro como otro, participa de su existencia, de deja tocar por su historia de vida. El otro marca al sujeto. Ese demorarse en el otro, no por las sensaciones que nos produce, sino por amor, por el aprecio a su persona y por la valoración de su vida y de su lucha. “Te amo no porque eres hermosa; eres hermosa porque te amo”.
La ternura es el afecto que damos a las personas en sí mismas. Es el cuidado sin obsesión. Ternura no es afeminación ni renuncia de rigor. Es un afecto que, a su manera, nos abre al conocimiento del otro. El Papa Francisco hablando en Río a los obispos les pidió “la revolución de la ternura” como condición para un encuentro pastoral verdadero.
En realidad solo conocemos bien cuando tenemos afecto y nos sentimos envueltos con la persona con la cual queremos establecer comunión. La ternura puede y debe convivir con el extremo empeño por una causa, como fue ejemplarmente demostrado por el revolucionario absoluto Che Guevara (1928-1968). De él guardamos esta sentencia inspiradora: “hay que endurecerse pero sin perder nunca la ternura” . La ternura incluye la creatividad y la auto-realización de la persona junto y a través de la persona amada.
La relación de ternura no envuelve angustia porque está libre de la búsqueda de ventajas y de dominación. El enternecimiento es la fuerza propia del corazón, es el deseo profundo de compartir caminos. La angustia del otro es mi angustia, su éxito es mi éxito y su salvación o perdición es mi salvación y, en el fondo, no solo mía sino de todos.
Blas Pascal (1623-1662), filósofo y matemático francés del siglo XVII, introdujo una distinción importante que nos ayuda a entender la ternura: distingue el esprit de finesse del esprit de géometrie. El esprit de finesse es el espíritu de finura, de sensibilidad, de cuidado y de ternura. El espíritu no sólo piensa y razona. Va más allá, porque añade al raciocinio sensibilidad, intuición y capacidad de sentir en profundidad. Del espíritu de finura nace el mundo de las excelencias, de los grandes sueños, de los valores y de los compromisos a los cuales vale la pena dedicar energías y tiempo.
El esprit de géometrie es el espíritu de cálculo y de trabajo, interesado en la eficacia y en el poder. Pero donde hay concentración de poder ahí no hay ternura ni amor. Por eso las personas autoritarias son duras y sin ternura y, a veces, sin piedad. Pero este es el modo de ser que ha imperado en la modernidad. Ésta ha arrinconado, bajo un montón de sospechas, todo lo relacionado con el afecto y la ternura.
De aquí se deriva también el vacío aterrador de nuestra cultura “geométrica” con su plétora de sensaciones pero sin experiencias profundas; con una acumulación fantástica de saber pero con escasa sabiduría, con demasiado vigor muscular, demasiada sexualización, demasiados artefactos de destrucción, mostrados en los serial killer, pero sin ternura ni cuidado de unos con otros, con la Tierra, y con sus hijos e hijas, con el futuro común de todos.
El amor y la vida son frágiles. Su fuerza invencible viene de la ternura con la cual los rodeamos y los alimentamos siempre.