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jueves, 30 de octubre de 2014

¡Qué falta hace una denuncia profética ante tanta vergüenza! Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


Están pasando cosas últimamente que han ido, poco a poco, pero sin ninguna pausa, enfadándome, enojándome, como elegantemente dicen nuestros amigos latino-americanos. Y voy a decir por qué, con orden, y seguro que no me da tiempo, ni me va a llegar el espacio para poner todos los asuntos que me producen berrinches:
¿Una nueva ley contra los inmigrantes? Lo que hasta ayer era legal, según el ministro de Interior, católico practicante, que habrá leído alguna vez aquello de “amaos unos a otros como yo os he amado”, y Jesús lo dijo por encima de nacionalidades, grupos sociales, económicos, raza y cultura, por eso puso como ejemplo un “samaritano” en su famosa parábola, pues bien, nuestro católico ministro ahora quiere hacer con la tranquilidad de la ley lo que antes hacía como transgresión. Si no, ¿a qué viene lo de incorporar a la ley de seguridad ciudadana un artículo que por ley permita los traslados “en caliente” al vecino Marruecos de los desvalidos, asustados, e indefensos inmigrantes?

Nuestros políticos se defienden invocando la organización de las mafias de inmigración desde África, en lo que demuestran o su cobardía, o su ineptitud, o las dos cosas. Si los responsables, y los verdaderos delincuentes, son los jefes de las mafias, persíganlos, aprésenlos, júzguenlos, hagan imposible su miserable trabajo. Pero es mucho más fácil, e infame, perseguir a los que, desesperados, prefieren exponerse al 50% a morir, que seguir viviendo en sus tierra entre basura y excrementos, sin agua, sin comida, y, sobre todo, sin dignidad. Y la poca que alcanzan al llegar a nuestra tierra se la quieren quitar de cuajo, desviándolos, contra la normativa internacional, a un país sin garantías, o muy pocas, de respeto a los derechos humanos más elementales.
La nueva ley de seguridad ciudadana, que podría llamarse la “ley de tranquilidad ciudadana para los que viven bien y no necesitan salir a la calle a gritar por sus derechos”. Sabiendo que, a veces, estos derechos son los más elementales, como el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a un salario justo, a una jubilación honrosa, todos ellos derechos proclamados y protegidos por la Constitución. Y es deprimente que el propio concepto de jubilación, “jubilosa alegría”, se vea tantas veces convertida en tenebrosa depresión por las penurias de nuestra legislación.
La lunática deriva, o algo peor, de la Audiencia Provincial de Madrid. En poco tiempo ha dictado dos sentencias increíbles, pero en el sentido literal, difíciles, o imposibles, de creer. Una, la porrada de años de detención que ha impuesto a participantes en huelgas y ciertas algaradas callejeras. La otra, la anulación de la sentencia que obligaba a la farmacéutica alemana Grünenthal a indemnizar a los afectados españoles de la talidomida. Y eso, porque el delito, o la falta, ha prescrito. ¡Anda ya!
El fraude de la prescripción. Esta institución jurídica está pensada para que el delincuente goce de una relativa seguridad jurídica referente a los plazos de su enjuiciamiento, y éste no se eternice. Pero se supone, siempre, para el presunto delincuente de buena fe. No es para que los plazos vayan corriendo con triquiñuelas procesales hasta que el plazo fatídico se acabe, y ya no pueda ser juzgado ni condenado, ese posible reo que actúa, por definición, de mala fe. Para evitar ese fraude existe una acción jurídica muy fácil de realizar: basta con “denunciar” ante el juzgado correspondiente la rapidez del paso del tiempo, para que, antes del plazo estipulado, diferente para cada caso, se corte ese período, y comience de cero. Eso lo tiene que hacer el actor, personalmente, o a través de su abogado. O en caso de delitos, el propio fiscal, de oficio.
Estamos viendo demasiados casos de vergonzoso uso de la prescripción. Uno sintomático es el del antiguo presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra Carreras, que después de un sin número de anomalías contables y financieras, invocó, él, o sus abogados, de manera descarada, la prescripción de sus delitos, cuando la abogacía del Estado podía haber cuidado de que, antes de llegar el correspondiente plazo, se hubiera cortado la prescripción. Por fin fue procesado, condenado a cuatro años de cárcel, y retrasada su entrada en la misma, por una decisión sorprendente y sospechosa de la audiencia provincial de Castellón, a la espera de un indulto que, según el ex ministro de justicia, Alberto Ruiz Gallardón, nunca podrá conceder el Estado, si, como prometió, jamás lo harían a políticos con delitos de corrupción.
Y, por fin, estoy indignado con el silencio de los obispos ante esta situación de deterioro en las relaciones sociales y jurídicas. Hay muchos más casos, pero los que he presentado deberían hacer que algún obispo, o mejor algunos, dos o tres, por lo menos, pusieran el grito en el cielo, como hacían los profetas clásicos de Israel. Es deprimente que no salga algún Pastor con olor a oveja, de tanto mezclarse con ellas, que no clame, como el Papa en Lampedusa, “¡Vergüenza, esto es una vergüenza!”, para defender a sus fieles, cada vez más desprotegidos. Es un desprestigio eclesial para los obispos españoles que esa tarea profética a favor de los pobres solo la realice monseñor Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger.

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