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miércoles, 13 de febrero de 2013

La corrupción y las intrigas derrotan a Ratzinger Juan G. Bedoya

La dimisión se lleva rumiando tres años
En la papolatría al uso, suele creerse que el Papa es más pequeño que Dios pero más grande que el hombre. La consecuencia es pensar que nadie hay más poderoso que el Pontífice romano, y que para apuntalar a la Iglesia católica hay que glorificarlo sin pausa. Roma locuta est, causa finita est, se decía en la Edad Media, cuando todos los eclesiásticos sabían latín y daban por sentado que lo que se había decidido en Roma era un asunto concluido.
El obispo de Roma ya era el sucesor del emperador Constantino, y no del pobre y analfabeto pescador Pedro. Hoy todo ha cambiado, sobre todo en la Curia (Gobierno) de Roma, donde anidan todos los poderes de esa poderosa confesión. Lo ha sufrido Benedicto XVI, que ayer se declaró vencido. Su dimisión la llevaba rumiando desde hace tres años, si se toman al pie de la letra sus declaraciones al periodista alemán Peter Seewald, de marzo de 2010. Dijo entonces: “Si el Papa llega a reconocer con claridad que no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar”.
El todavía papa Ratzinger lleva años enfermo y débil, pero no dimite por ninguna de esas dos razones. Lo hace porque las circunstancias le hacen sentirse incapaz de cumplir con su oficio. Se va derrotado por el cargo. “Apacible pastor rodeado de lobos”, según expresión del periódico de la Santa Sede, L’Osservatore Romano, y, al frente de una organización “devastada por jabalíes” (en sus propias palabras), su gestión es un rosario de decepciones.
Por empezar por el asunto más grave, el de la pederastia, Benedicto XVI llegó con la orden de apartar de sus cargos a los encubridores, pero han pasado los años sin haberlo logrado. Hace apenas una semana, la archidiócesis de Los Ángeles ha despojado al cardenal Roger Mahony de toda su actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada a hacer públicos los documentos que prueban que el cardenal encubrió a los curas que abusaron de menores trasladándolos de parroquia en parroquia y evitando que acudieran a terapia para que los psiquiatras no pudieran alertar a las autoridades. Fue en 2007 cuando se acordó que la Iglesia de Roma iba a entregar esos documentos, donde constan 500 víctimas de abusos e indemnizaciones por 660 millones de dólares (494 millones de euros). La mano derecha de Mahony, Thomas Curry, también ha tenido que renunciar a su cargo al frente de la Iglesia en Santa Bárbara (California) tras saberse que en los expedientes queda claro que protegió a los abusadores junto al cardenal.
Ratzinger lleva años enfermo y débil, pero no dimite por ninguna de esas dos razones
La resistencia a cumplir sus órdenes ha debido doler de forma especial al anciano Ratzinger, porque llegó al cargo con la promesa de actuar con energía. En 2005, los cardenales tomaron pronto la decisión sobre el sustituto de Juan Pablo II. La Iglesia estaba sumida en una grave crisis de prestigio, y la solución exigía conocimiento del problema y mano firme. Ratzinger era el hombre. Había sido hasta entonces presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición) y había presentado su candidatura en un vía crucis con rezos que parecían un programa de gobierno. En la novena estación, Ratzinger clamó: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! Kyrie, eleison. Señor, sálvanos”.
Ocho años más tarde, el clamor por la suciedad continúa. “Esa gran crisis afecta al sacerdocio, que apareció como un lugar de vergüenza. Cada sacerdote se vio de pronto bajo sospecha”, volvió a decir en 2010. Se une ahora el escándalo del espionaje (Vatileaks); los enfrentamientos entre cardenales con poder y la resistencia a hacer cumplir sus órdenes, incluso en torno a la depuración de los Legionarios de Cristo, cuyo fundador, Marcial Maciel, se movió durante décadas como pez en el agua por Roma.
Las denuncias contra Maciel llegaron a la mesa del Papa polaco durante años. También las conocía el alemán Ratzinger. Las despreciaron. Maciel llenaba estadios de fútbol en los viajes del líder católico. Aquella protección ensombrece la beatificación de Juan Pablo II y ha amenazado la credibilidad de Ratzinger, elegido papa en 2005 y que no tomó medida alguna contra los Legionarios hasta mayo de 2006.
Suele decirse que ni Juan Pablo II ni Ratzinger supieron de las correrías de Maciel. No es verdad. La primera demanda contra el fundador legionario la presentaron en Roma siete de sus víctimas en 1998, pero los abusos sexuales del fundador legionario ya habían sido investigados entre 1956 y 1959 y durante todo ese tiempo vivió expulsado de Roma.
Las denuncias contra Maciel por pederastia llegaron a la mesa del Papa polaco durante años
Benedicto XVI se ha enfrentado, además, a sus seguidores más acérrimos, los conservadores. No es que se haya convertido de pronto a la modernidad, pero su idea de que “la Iglesia no debe esconderse” le permitió abordar asuntos que otros prelados consideran vedados. Un ejemplo fue el de los preservativos. Benedicto XVI es partidario de su uso “en algunos casos”. Sorprendidos, la idea fue matizada hasta por los obispos españoles. El Papa, seguro de sí mismo, zanjó la polémica con la afirmación de que lo dicho por él “no necesita aclaraciones”.
El último incidente es de la semana pasada, cuando el arzobispo Vincenzo Paglia, presidente del Pontificio Consejo de la Familia, defendió la familia tradicional, reconociendo, sin embargo, derechos para las parejas de facto, homosexuales o no. Al día siguiente fue obligado a rectificar, pese a creerse que lo dicho antes contaba con la idea papal de dejar que el poder civil arregle los problemas de derechos humanos que no puede resolver la doctrina católica. “El legislador debe responder a exigencias que antes no existían”, había proclamado el mismo día el cardenal Rino Fisichella, responsable del ministerio papal de nueva creación con el nombre de Nueva Evangelización.
Nunca pudo librarse Ratzinger de su pasado como gran inquisidor romano. Desde la izquierda eclesial —sobre todo entre los teólogos y sacerdotes de las iglesias populares— , se le ha tenido siempre como un conservador, inflexible en la ortodoxia, y como un freno a medidas innovadoras, pero tampoco la derecha le ha comprendido, acusándole de ser demasiado débil.
Benedicto XVI deja el pontificado con un legado doctrinal mediocre si se tiene en cuenta que está considerado por sus admiradores como uno de los grandes teólogos contemporáneos. Ha escrito tres encíclicas, de las que destaca la última, de 2009, que títuló Caritas in veritate, sobre el desarrollo de los pueblos y las desigualdades sociales, todo ello al principio de la actual crisis económica.
Su segunda encíclica, de 2007, Spe salvi, recuerda a los cristianos que “solo puede ser Dios” el que funde la esperanza en la vida eterna, capaz de resistir “a pesar de todas las desilusiones”. Añade que “la ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo” pero también tiene la capacidad de “destruir al hombre y al mundo”.

Hans Küng: “Los cardenales no van a elegir a un Gorbachov católico”

El teólogo no cree que el próximo papa sea reformista
“Benedicto ha nombrado muchos cardenales conservadores”
El teólogo disidente suizo Hans Küng no tiene esperanzas de que en el próximo cónclave salga elegido un papa reformista para suceder a Benedicto XVI, que anunció ayer que renunciará al pontificado el 28 de febrero.
Así lo afirmó hoy Küng en declaraciones a la emisora pública Radio del Suroeste Alemán (SWR), en las que argumentó que Benedicto ha nombrado muchos cardenales conservadores que tendrán un peso determinante en el cónclave.
“Los conservadores tendrán cuidado de no elegir un papa que se convierta en una especie de Gorbachov católico”, dijo el teólogo suizo.
Küng incluso no descarta que Benedicto XVI influya directamente en la elección de su sucesor, aunque agregó que esperaba que no lo hiciera.
“Él conoce personalmente a todos los cardenales, tiene contactos, tiene todas las posibilidades para influir en la elección. Espero que no lo haga”, señaló Küng
Asimismo comentó que, aunque hay reformas que en principio son ineludibles, es de temer que los conservadores sigan oponiéndose a ellas y sostuvo que con los dos últimos pontificados ha habido incluso un retroceso respecto al ecumenismo.
“En el Concilio Vaticano II sentamos las bases para un concepto más amplio de Iglesia y un diálogo con las otras religiones. Pero en los últimos ocho años hemos tenido un papa que ni siquiera estuvo dispuesto a reconocer a las iglesias protestantes”, agregó.
Küng fue compañero de Josef Ratzinger en la Facultad de Teología de Tubinga, en la que ambos fueron profesores, y los dos estuvieron como asesores en el Concilio Vaticano II y al comienzo de su carrera pertenecieron a un grupo de teólogos católicos alemanes liberales y aperturistas.
No obstante, con el paso de los años Ratzinger dio un viraje hacia la ortodoxia conservadora, mientras que Küng se hizo cada vez más liberal llegando a perder incluso la licencia para enseñar teología católica tras cuestionar el dogma de la infalibilidad papal.
En los últimos años, Küng se ha dedicado ante todo a fomentar el diálogo entre las religiones en busca de la definición de un marco ético común. (RD/Agencias)

Citar el Vaticano II José Arregui, teólogo

Equipo Atrio, 13-Febrero-2013
¿Qué queda del Vaticano II 50 años después? La pregunta ha sido formulada y respondida muchas veces, y no volveré sobre ella. O sí, volveré sobre ella, pero desde un enfoque muy particular: cómo se cita el Vaticano II en el Catecismo de la Iglesia Católica.
“Hay que leer el Concilio en clave de continuidad y no en clave de ruptura con la tradición”, declaró Benedicto XVI, y muchos obispos lo han repetido como si fuera un luminoso criterio para la correcta interpretación del Vaticano II. Pero apenas si ilumina algo. “Continuidad”, “ruptura”: depende de lo que se entienda con esos términos. Cuestión de palabras.
Hace pocos meses, un profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (del Opus), José Luis Gutiérrez, poco sospechoso de ser rupturista, decía en una conferencia de la Universidad Pontificia de Salamanca, en el marco del “Congreso a los 50 años del Concilio”, que la constitución Sacrosanctum concilium supuso una “revolución”. ¿Una revolución no es una ruptura? ¿No fue una ruptura el principio del gobierno colegial de la Iglesia aprobado (aunque también neutralizado, es verdad) por la Lumen Gentium? ¿No fue una ruptura que la Dei Verbum reconociera que en la Biblia hay “cosas imperfectas”? ¿No fue una ruptura que la Nostra Aetate afirmara que en las religiones no cristianas hay “cosas verdaderas y santas” y “deplora” el antisemitismo” histórico de la propia Iglesia católica? ¿No fue una ruptura que la Dignitatis Humanae reconociera la libertad de conciencia o la libertad religiosa condenadas hasta entonces? Sería como decir que no hay ruptura entre el apartheid y su abolición? Claro que la vida, al igual que la historia, es continuidad, pero la continuidad no se da sino a través de saltos y rupturas.
Lo mismo sucede con la lectura del Concilio después de 50 años. En nombre de la continuidad de la vida, ¿debemos acaso seguir repitiendo la misma letra en el mismo sentido de hace 50 años? ¿Esa supuesta continuidad literal no sería en realidad una traición al Concilio? La fidelidad no es neutra, ni consiste en repetir la letra del pasado. Toda lectura es interpretación. Toda lectura es también selectiva. Y cuanto más se empeña alguien en seguir repitiendo la letra del Concilio en nombre de la continuidad, más selectiva y parcial es su lectura o su interpretación.
Es lo que sucede con el Catecismo de la Iglesia Católica del año 1997, plagado de citas conciliares. El Catecismo responde al propósito –contradictorio por principio– de fijar de una vez para siempre la lectura de aquellos documentos, como si su sentido se pudiera encerrar en la letra cerrada, como si 50 años después no se pudiera ni debiera hacer una nueva lectura e interpretación. Pero el propósito del Catecismo iba más allá y resulta más grave: quiso establecer de una vez para siempre una lectura y una interpretación del Concilio en continuidad literal con la teología del Vaticano I y de Trento.
Claro que eso sería simplemente imposible con solo leer todo el texto de todos los documentos (que, por cierto, contienen no pocas contradicciones como textos de compromiso que son, aunque esa es otra historia en la que no entro aquí). El Catecismo cita solamente aquello que interesaba a los que lo compusieron para el doble propósito que acabo de indicar: por un lado, leer el Vaticano II a la luz del Vaticano I y de Trento, y cerrar, por otro lado, toda nueva interpretación. Lo ilustraré con la manera como el Catecismo cita (interpreta) la Gaudium et Spes. El Catecismo de la Iglesia Católica contiene unas 170 citas textuales de dicha constitución. Son muchas, pero ¿basta con ello para poder afirmar que el Catecismo es fiel al espíritu, al aliento, a la inspiración profunda de esta Constitución o del Concilio en su conjunto? Evidentemente no. La cuestión no es el cúmulo de citas, sino la selección de las mismas: qué es lo que cita y, de modo especial, qué es lo que no cita, es decir, aquello que silencia y oculta. Ni lo uno ni lo otro es casual, sino intencionado. Señalaré unos cuantos ejemplos.
El Catecismo no cita el n. 1 (donde se dice que la Iglesia es solidaria de nuestro tiempo), pero sí el n. 2 (donde se insiste en que el ser humano está esclavizado por el pecado); nunca cita los nn. 3 al 9 (donde se habla de “signos de los tiempos”, de la “revolución”, “mutación” y “metamorfosis social y cultural” se estaba produciendo, de su “influjo sobre la vida religiosa”, de “realidad dinámica y evolutiva”, de que es preciso“conocer el mundo en que vivimos”), ni el 11 (donde se dice que es preciso“discernir” en cada época los signos de Dios), pero sí el 10 (“hay muchas cosas permanentes”); no cita, en cambio, el n. 41 (“la Iglesia reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual”), ni el 42 (“cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social”). El sesgo es evidente.
Sigamos. Cita cuatro veces el n. 17, pero nunca la frase sobre la necesidad de que la persona “actúe según su conciencia y libre elección”; y no cita el n. 28 (que dice que la persona conserva su dignidad “incluso cuando está desviado por ideas falsas”).
Cita el n. 21 sobre el ateísmo, pero no la frase de que su remedio es “la exposición adecuada de la doctrina”.
No cita el n. 33 (que reconoce que la Iglesia “no siempre tiene a mano respuesta adecuada a cada cuestión”). Cita el n. 43, pero no la afirmación de que los cristianos pueden adoptar opiniones u opciones divergentes. Y no cita el n. 75 (“El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes”), ni el 92 (la Iglesia debe reconocer “todas las legítimas diversidades” de las otras Iglesias).
Cita el n. 44, pero sin mencionar “los muchos beneficios” que la Iglesia “ha recibido de la evolución histórica del ser humano”; asimismo, cita cinco veces el n. 45, pero nunca la frase de que la Iglesia “recibe ayuda” del mundo.
El capítulo más conservador de la Gaudium et Spes es seguramente el referido al matrimonio y la familia; contiene apenas un par de frases que podrían significar una cierta apertura. Pues bien, el Catecismo cita abundantemente este capítulo, pero nunca esas expresiones más aperturistas. Así, cita doce veces el n. 48 (el más citado de la Constitución), pero ninguna sola vez recoge la frase que dice que los esposos deben “participar en la necesaria renovación cultural, psicológica y social a favor del matrimonio y de la familia”; cita cinco veces el n. 50 sobre la procreación, pero nunca la afirmación de que “este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente”.
Cita cuatro veces el n. 36, pero nunca la expresión “legítima autonomía”, y sí varias veces la frase “la criatura sin Dios desaparece”. Cita el n. 58, pero solo la frase “la buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído”, y no la afirmación de que “Dios habló según los tipos de cultura propios de cada época”. Nunca cita el n. 59, que dice, por ejemplo: “la cultura… tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía”. Tampoco menciona el n. 76, que dice que “la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas”, que la Iglesia “no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil”, y que incluso “renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos”, cuando resulten ser un anti-testimonio social.
Cita el n. 62, pero solo la afirmación de que la teología debe “profundizar en el conocimiento de la verdad revelada”, no otras muchas afirmaciones sobre la teología: que hoy se halla ante problemas nuevos que reclaman nuevas investigaciones, debe utilizar las ciencias, debe reconocérsele “la justa libertad de investigación”, hay que distinguir la fe y la formulación… Cita el n. 89, pero solamente la referencia a la “ley divina y natural”. Y no cita el n. 91, que habla de “la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen en el mundo de hoy”, de que la Constitución “más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución” y que, por ello, la enseñanza es solamente “genérica”.
Todo eso no puede deberse a mera casualidad. La intencionalidad es innegable, y la conclusión también: el Catecismo es fiel solamente a una parte de la Gaudium et Spes (y del Concilio en general), a la parte más tradicional y conservadora, a aquella con la que sintoniza la autoridad vaticana de hoy. Ignora o silencia su potencial renovador. Traiciona a aquella corriente conciliar que soñó con otra Iglesia y otra teología para el mundo de hoy.
No hemos de mirar al pasado de nuestro presente sino para realizar el futuro de nuestro pasado. El criterio de la fidelidad es el pasado en cuanto profecía y germen de futuro. No lo que quedó dicho, sino su apertura a lo nuevo por decir. El Catecismo, como la jerarquía vaticana con Juan Pablo II y Benedicto XVI, ha sido fiel a la parte de Trento (1545-1563) y del Vaticano I (1870) que sigue presente en el Vaticano II, pero no es fiel al impulso del Espíritu que inspiró a muchos padres conciliares, el Espíritu que renueva la faz de la Tierra. Lo quien ahogar, pero el Espíritu sopla donde quiere y es imparable. Ahí sigue también presente en muchos textos conciliares, esperando a ser liberado de la servidumbre de la letra.

.El problema no es el “papa”, el problema es el “papado” José M. Castillo, teólogo

Entre los numerosos comentarios, que lógicamente está suscitando la noticia de la dimisión del papa Benedicto XVI, echo de menos una reflexión que, a mi manera de ver, me parece la más importante, la más urgente, la que más puede (y debería) influir en el futuro de la Iglesia y su posible influencia en bien de este mundo tan atormentado en que vivimos.
Me refiero a la reflexión que distingue entre los que es y representa la persona del “papa”, por una parte, y lo que es y representa la institución del “papado”, por otra.
Por supuesto, nadie duda que es importante analizar, enjuiciar y saber valorar los aciertos y desaciertos que ha tenido el papa Ratzinger en sus años de pontificado. Por supuesto, también, que es seguramente más importante aún proponer y saber elegir al hombre más competente que, en este momento, tendría que ocupar el cargo de Sumo Pontífice. Todo eso, nadie lo duda, es de enorme interés en estos días.
Pero, por muy importante que sea enjuiciar a las personas, tanto del pasado como del posible futuro inmediato, nadie va a poner en duda – me parece a mí – que es mucho más determinante detenerse a pensar lo que representa, y lo que tendría que representar, no ya este papa o el otro, sino lo que realmente es y hace la institución que, de hecho, es el papado, tal como está organizada, tal como funciona, y tal como es gestionada, sea quien sea el papa que la ha presidido o que la puede presidir.
Porque, vamos a ver: ¿es lo mejor para la Iglesia que todo el poder para gobernar una institución, a la que pertenecen más de mil doscientos millones de seres humanos, esté concentrado en un solo hombre, sin más limitación que la que le imponen sus propias creencias a ese hombre, el que ocupa el papado? Tal como está dispuesto en el vigente Código de Derecho Canónico, así es como está pensado, legislado, y así funciona el papado (can. 331; 333; 1404; 1372). Porque, entre otras cosas, el papa quita y pone a los más altos y más bajos cargos de la Curía. Quita y pone a cardenales, obispos y cargos eclesiásticos de toda índole. Y hace todo esto sin tener que dar explicaciones a nadie y sin que nadie le pueda pedir responsabilidades. Además, esto se mantiene así, sea quien sea el papa reinante, la edad que tenga ese papa, la salud que goce o padezca, su mentalidad, sus preferencias y hasta sus posibles manías.
Más aún, no echemos mano ingenuamente de la presencia del Espíritu Santo y su presunta inspiración constante en la toma de decisiones del papa reinante. No. Esa presunta intervención del Espíritu Santo no está demostrada en ninguna parte. Como tampoco está demostrado, ni hay argumentos para probarlo, que el obispo de Roma, por muy sucesor de Pedro que sea, tenga que acumular todo el poder que el papa y sus teólogos incondicionales aseguran que acumula por voluntad de Dios. ¿Dónde está eso dicho? ¿En qué argumentos se basa? El mejor conocedor de toda esta historia, que la Iglesia ha tenido en el último siglo, el cardenal Y Congar, dejó escrito en su diario personal que todo eso era una manipulación organizada por los intereses de Roma, cuyas raíces llegan hasta el siglo segundo de la historia del cristianismo.
En todo caso, lo que es seguro es que, en todo el Nuevo Testamento, en ninguna parte consta que la Iglesia tenga que estar organizada así y así tenga que ser gestionada. Y, ¡por favor!, que nadie me venga ahora con el famoso texto de Mt 16, 18-19. Entre los mejores estudiosos del evangelio de Mateo, cada día aumenta el número de los que aseguran que esas palabras no salieron de boca de Jesús. Es un texto “redaccional”, muy posterior al texto original, añadido al evangelio por el redactor último del evangelio que ha llegado a nosotros.
En fin, por hoy, basta con lo dicho. Seguiremos hablando de estas cosas en los próximos días. Pero me parece importante terminar diciendo que la Iglesia está, precisamente en estos días, en un momento privilegiado para afrontar sin miedo estas cuestiones, que apuntan a los problemas de fondo que la Iglesia tiene sin resolver. Y que, si no se afrontan y se toman en serio, esta Iglesia seguirá perdida (y callada), por muy lúcido y muy valioso que sea el papa futuro. Porque, insisto, el problema de la Iglesia no es el papa, es el papado, tal como está organizado y tal como funciona, sea quien sea el hombre que ocupa el trono papal.