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domingo, 23 de diciembre de 2012

La política de Dios Norberto Alcover


 La política de Dios


Solamente pasé unas navidades en El Salvador, a comienzos de los noventa, codo con codo con los compañeros que habían vivido casi en directo el asesinato de Ignacio Ellacuría y demás jesuitas, junto a dos empleadas lacias de su comunidad universitaria. Pero fue tal el revolcón que sufrí en mi espíritu que, sin poder remediarlo, la impronta de aquellos días permanece en mí como parte de mi experiencia humana y creyente.
No es lo mismo contemplar la aparición de Dios encarnado en tierra martirial que aquí, donde tantas veces nos quejamos de la crisis eclesial, además de quejarnos también de la crisis cívica que padecemos sin aceptar márgenes de propia responsabilidad. Allí, tan cercanas sus tumbas, cercana también la de monseñor Romero, uno intuye la relación entre nacimiento y sepulcro, y todavía más, entre evangelio y resurrección.
El misterio de la vida y de la muerte, en El Salvador, se trocaba, sin explicación racional posible, en misterio de eternidad dichosa: Ignacio Ellacuría y sus compañeros estaban vivos y vivientes en la libertad del pueblo salvadoreño y en la paz conseguida con su sangre. La contemplación de sus tumbas significaba contemplar el sentido de la vida de quienes dan lo mejor de sí mismos por la justicia. Morir por la justicia evangélica es Navidad. Es aparición del Dios glorioso y fuerte en las carnes nacidas y destrozadas de su hijo Jesucristo y de los jesucristos actuales, esparcidos por toda la historia humana.
Una experiencia que te sume en la sencilla y silenciosa adoración, en el deseo del compromiso más radical, en la carencia de escrúpulos a la hora de defender al humillado y, en definitiva, en el precio de la fe, que es un amor solidario y esperanzado. Todo esto lo aprendí de verdad allí, cuando me encontraba en los cincuenta y creía que había alcanzado suficiente madurez. Repito: morir por la justicia evangélica es Navidad. Y cada quien sabe perfectamente si muere o no muere por el evangelio y su justicia. Es decir, cada uno es consciente, sin posibilidad de mentirse, si los demás son su opinión prioritaria, como en el caso de Jesucristo, o pasa los días enfrascado en ese egoísmo sutil que acaba por trastocar el nombre de las cosas, por ejemplo, al esfuerzo mínimo, lo llama caridad solidaria.
Pero lo más relevante de la experiencia anterior es otra dimensión de la natividad de Dios en la carne de Jesucristo: ¿qué latía detrás de aquella situación que vivía con tanta intensidad y me hacía descubrir lo hasta entonces sin sentido? Ignacio de Loyola, de una forma casi ingenua y en el texto de los ejercicios espirituales, dice que, llegada la plenitud de los tiempos, la trinidad entera contemplaba la situación humana golpeada por el pecado (una palabra ahora desaparecida por pánico y nada más que por pánico) y movida por la misericordia, decide de "obrar la santísima encarnación". Y más tarde, en la contemplación del nacimiento, punto de llegada de la encarnación, añade: "y todo esto para morir en cruz", como espantado ante el porvenir que le espera a ese pequeño niño del pesebre. Ignacio invita al ejercitante a que reflexione sobre tanto misterio y después sobre sí mismo "para sacar algún provecho".
Ambos textos, los de la encarnación y nacimiento, mueven al santo de Loyola a convertirse en un "contemplativo en la acción". Lo que más tarde hará que Ignacio Ellacuría hable de los "crucificados de la historia", y el pueblo salvadoreño anuncie a "monseñor Romero resucitado en el pueblo salvadoreño", en una feliz repetición de palabras y de sentido. Contemplar el amor de Dios trinidad que nos entrega lo mejor que tiene en Jesucristo encarnado y nacido de María, es contemplar la justicia navideña, antes comentada, como resurrección, como esperanza, como libertad. Porque Jesucristo, en Belén, nos regala una alegría que nadie nos puede quitar: Dios está con nosotros en aquel pequeño niño, quien, junto a la justicia, incluye la humildad del pesebre.
Tal es la política de Dios, su forma de introducirse en la sociedad humana como Dios trinitario que crea, que salva y que plenifica. Y toda otra visión normativista, tan a la moda, por mucho que tranquilice conciencias pacatas, destruye este misterio político de Dios, manifestado en justicia y en humildad. ¿No estamos celebrando el Año de la fe? Pues creamos como el evangelio, Ignacio de Loyola y mi limitada pero objetiva proponen: celebrar esa fe con una alegría inmensa porque tenemos a nuestro lado al niño de la gloria que se abre camino salvador por medio de una política evangélica justa y humilde. No necesitamos nada más. Solamente, tras escuchar la solemnidad de la Sibila, adherirnos a él en la eucaristía, a los pies de los demás, y experimentar el gozo de que, a pesar de nuestro permanente egoísmo, podemos resucitar a la justicia religiosa y civil hundidos en el pesebre de la humildad. Felices días, abiertos a la política de Dios.

Muerte a los sindicatos Iñaki Gabilondo

Enviado a la página web de Redes Cristianas
Nueva moda. Rajar de los sindicalistas. Algo fácil y barato, por cierto. Lo llevan en la solapa ciertos políticos, lanzando mensajes subliminales sobre su actual falta de utilidad para los trabajadores, politización, corrupción, derroche económico.
Resulta curioso: Los mismos que alientan al escarnio público, suelen lanzar piedras cargadas por sus propias mezquindades.
Además, la destrucción del sindicalismo hace mucho más fácil la labor de los gobernantes, sin movilizaciones ni huelgas, especialmente la de quienes dirigen tras la cortina. Qué bien estaríamos si no existieran los sindicatos, piensan algunos.
El problema es que esa frase por la que suspiran los gobernantes “Qué bien estaríamos sin sindicatos” empieza a calar entre la gente de a pie, con un discurso cargado de improperios, gritos, oportunismo, mala leche y, sobre todo, un enorme vacío de argumentos que se resume en: “Para lo que hacen, mejor que no hagan nada”, “Por mi los echaba a todos y los ponía a trabajar”, “Están vendidos, no se mueven, no están con los trabajadores”. Luego terminan reservándote para el final el placer de oír la raída historia de: “Conozco a uno que está de liberado sindical.”.
Confesar ser liberado sindical, en estos tiempos que corren, es un auténtico pecado capital. Mejor inventar cualquier otra cosa antes de que te descubran.
Te pueden acechar en cualquier esquina, a cualquier hora: sacando dinero, haciendo la compra, recogiendo a tus hijos en el colegio. Cualquier lugar y excusa es buena, para utilizar como insulto la palabra “sindicalista”.
Se puede ser banquero chupasangre, se puede ser político en cualquiera de sus muchos cargos (concejal, alcalde, o delegado provincial) y trincar todo lo que se quiera, aceptar sobornos y trajes, realizar chantajes, revender terrenos públicos, recortarle el sueldo a los trabajadores o directamente despedirlos sin indemnización. Se puede, incluso, aumentar el recibo de la luz a los pensionistas hasta asfixiarlos, o salir en fotos besando niños y ancianos mientras los colegios y asilos se caen a trozos, cobrar dos o tres sueldos en tres cargos diferentes, declarar a hacienda que se está arruinado mientras se cobra de mil chanchullos distintos, para que su hijo obtenga la beca que le permita comprarse una moto a costa del Estado.
En este maldito país se puede ser lo que se quiera, pero no sindicalista.
Nadie se acuerda ya de la última huelga, aquella en que nadie de la empresa fue, excepto los dos afiliados que perdieron el sueldo de aquel día, para que luego se firmara un acuerdo que les subió el sueldo a todos. Incluso a aquellos que escupieron sobre la huelga.
O de Luís, ese hombre que estuvo 30 años cotizando, y que gracias a la pre-jubilación que se consiguió en su momento, puede ahora, con 60 años y despedido de su puesto, tirar para adelante sin necesidad de buscar un trabajo que nadie le ofrecería.
Recuerden también a Marta, la chica de 23 años que estuvo aguantando un jefe miserable con aliento a coñac, que le obligaba a hacer más horas extras para tener un momento de intimidad donde poder acosarla mientras le recordaba cuándo le vencía el contrato. Hasta que su mejor amiga la llevó al sindicato y, gracias a una liberada sindical, ahora el tipo ha tenido que indemnizarla hasta por respirar.
Son muchos los que les deben algo a los sindicatos, y a los sindicalistas: El maestro que pudo denunciar al padre que le pegó en la puerta del colegio, los trabajadores que consiguieron que no les echaran de la RENAULT, la chica que pudo exigir el cumplimiento de su baja por maternidad en su supermercado. Porque también fue una liberada sindical la que se puso al teléfono el día en que despidieron a Julia, la chica de la tienda de fotos, y le ayudó a ser indemnizada como estipulan los convenios; y aquel otro joven que movió cielo y tierra para arreglarle los papeles al abuelo para procurarle una paga medio-decente, porque los usureros de hace 30 años no lo aseguraban en ningún trabajo. Para qué recordar las horas al teléfono escuchando con paciencia a cientos de opositores a los que no aprobaron, gritando e insultado porque en el examen no les contaron 2 décimas en la pregunta 4. O el otro compañero sindicalista, el que denunció a la constructora que se negaba a indemnizar a la viuda de su amigo Manuel, que trabajaba sin casco.
Ya nadie se acuerda de dónde salieron sus vacaciones, los aumentos de sueldo que se fueron consensuando, el derecho a una indemnización por despido, a una baja por enfermedad, o a un permiso por asuntos propios.
Esta sociedad del consumo, prefiere tirar un saco de manzanas porque una o dos están picadas, por muy sanas que estén el resto. Los precedentes televisivos: entrenadores de fútbol, famosos de la exclusiva en revistas, y demás subproductos, se convierten en clinex de usar y tirar dependiendo de las modas. Ahora, en un momento en que los trabajadores deben estar más juntos, arropados y combatientes contra quienes realmente les explotan, aparecen grietas prefabricadas en los despachos de los altos ejecutivos, ávidos de hincar más el diente en el rendimiento de la clase trabajadora.
¿Quién tirará la primera piedra?. ¿Serán los políticos gobernantes, o los banqueros quienes hablarán de dejadez o vagancia?. ¿Tendrán capacidad moral los jueces o los periodistas, de hablar de corrupción en las demás profesiones?. ¿Serán más idóneos para iniciar lapidaciones, los super-empresarios del ladrillo?. ¿En qué profesión se puede jurar que no existen vagos, corruptos, peseteros, o ladrones?. ¿Preguntamos mejor entre la Iglesia o la Monarquía.?. Pero qué fácil resulta rajar en este país. Siembra la duda, y obtendrás fanatismo barato.
Qué bien asfaltado les estamos dejando el camino a quienes realmente nos explotan cada día. ¡Acabemos con los sindicatos!. Sí. Dejemos que la patronal y los bancos regulen los horarios, las pensiones, los sueldos, las condiciones laborales y los costes del despido. Verán cómo nos va a ir con la reforma del mercado laboral, cuando los sindicatos dejen de existir y no puedan convocarse huelgas ni manifestaciones.Verán qué contentos se pondrán algunos cuando sepan que ya no estarán obligados a pagar las flores de los centenares de trabajadores que mueren todos los años, a costa de sus mezquindades.