FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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ATALAYA

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domingo, 2 de septiembre de 2012

¿Por qué la Iglesia española no hace hoy denuncia social?

José Ignacio Calleja

La “dirección” está sobrepasada
El río de la injusticia social es demasiado ancho para pasarlo sin mojarse
A propósito de la retirada de “la tarjeta sanitaria” a un millón de inmigrantes, y sobre todo, a los 150.000 sin papeles, o inmigrantes “irregulares”, que quedan fuera del sistema sanitario común, – salvo en situaciones de urgencia y otros extremos -, me preguntan desde la SER por qué la Iglesia Católica no se pronuncia sobre esto: ¿Es que el cristianismo, – me dicen -, no tiene una palabra moral para estos casos?
Y, ¿qué diré? Vamos a olvidarnos de ir contra el mensajero (¡la SER!) y vamos a evitarnos el recurso a la complejidad de la relación entre los valores evangélicos y los problemas sociales. Y vayamos a la respuesta de lo imprescindible:
- La iglesia católica sí denuncia y actúa en muchos de sus partícipes intermedios, pero es cierto que su representación institucional, la Conferencia Episcopal Española, en su Presidencia y Ejecutiva, está desparecida ante la dimensión social de la crisis española. En lo relativo a la denuncia de la injusticia social y de las estructuras sociales de injusticia, está desaparecida.
- ¿Las razones? Una, que esa “dirección” de la Iglesia es tan cercana en ideas sociales y en afectos personales al grupo político gobernante, que, si algo le tiene que decir, es poco y en privado.
- Segunda, la “presidencia ejecutiva” de la Iglesia española está sobrepasada por la dimensión social de la crisis. Ocupados en recomponer el lugar de la Iglesia en las sociedades laicas en términos neoconservadores, y entusiasmados por las oportunidades de lo espiritual en situaciones de desorientación cultural, la crisis social y económica los ha sobrepasado, convirtiéndolos en dirigentes anacrónicos.
- Tercera, toman el atajo de lo espiritual, pero el río de la injusticia social es demasiado ancho para pasarlo sin mojarse. Socialmente hablando, en clave de estructuras de injusticia social en España, y en Europa, la presidencia de la iglesia española, está desbordada por la realidad histórica y fuera de su tiempo.
- Cuarta, es posible que la presidencia escasamente amplia y colegiada de la iglesia española, sí sepa lo que habría que decir socialmente en este tiempo, en términos de justicia social, pero no vea forma de decirlo con ganas, porque honestamente, no es su estilo de iglesia y cristianismo, y tendrían que dejarlo.
Podríamos seguir, pero la radio y tres minutos no dan más de sí.

“La Iglesia debe reconocer los errores propios”

Última entrevista con Carlo Maria Martini, el cardenal del diálogo
Sintiendo la muerte cerca, tal vez deseándola —su último mensaje discordante con la Iglesia fue rechazar el tratamiento terapéutico—, el cardenal Carlo Maria Martini, de 85 años, concedió una última entrevista. El párkinson que lo venía martirizando desde hacía años apenas lo dejaba hablar, pero “el cardenal del diálogo”, como lo llaman los medios italianos, se las arreglaba para hacerse entender con la ayuda de don Damiano, su asistente.
El pasado 8 de agosto, el excardenal de Milán —lo fue desde 1979 a 2002— recibió al también jesuita Georg Sporschill y le concedió una charla, “una suerte de testamento espiritual” que el Corriere della Sera ha publicado. Martini no se anda con rodeos: “La Iglesia debe reconocer los errores propios y debe seguir un cambio radical, empezando por el Papa y los obispos”.
Hasta 6.000 italianos desfilaron cada hora por la capilla ardiente del exobispo de Milán
El cardenal no elude ninguna pregunta. Ve a la Iglesia cansada, sin vocaciones, atrapada por la burocracia, enganchada al bienestar: “Nuestros rituales y nuestros vestidos son pomposos”. Llega a comparar la situación de la Iglesia con la de aquel joven rico que se marcha triste cuando Jesús lo llama para que se convierta en su discípulo. “Sé que no podemos desprendernos de todo con facilidad, pero al menos podríamos buscar hombres que sean libres y más cercanos al prójimo. Como lo fueron el obispo Romero y los mártires jesuitas de El Salvador. ¿Dónde están entre nosotros los héroes en los que inspirarnos…?”.
Unas semanas antes de morir, Martini reconoce que la Iglesia está anticuada. “En la Europa del bienestar y en América, la Iglesia está cansada”. Y le receta tres instrumentos para salir del agotamiento. “El primero es la conversión. Debe reconocer los propios errores. Los escándalos de pederastia nos empujan a emprender un camino de conversión. Las preguntas sobre la sexualidad y sobre todos los asuntos que competen al cuerpo son un ejemplo. Debemos preguntarnos si la gente escucha todavía los consejos de la Iglesia en materia sexual. ¿La Iglesia es todavía una autoridad de referencia o solo una caricatura en los medios?”. El segundo y el tercer consejo es recuperar la palabra de Dios y los sacramentos como una ayuda y no como un castigo. “¿Llevamos los sacramentos a los hombres que necesitan una nueva fuerza?”. El cardenal querido por los italianos —6.000 por hora desfilaron por la capilla ardiente instalada en la catedral de Milán— pone en duda el papel de la Iglesia católica frente a los nuevos modelos de familia.

La teología de la liberación, ¿anacrónica?

Carlos Ayala Ramírez, Director de Radio Ysuca

El término “anacrónico” es un adjetivo de origen griego que significa literalmente “contra tiempo” y, conceptualmente, que algo está fuera de un determinado momento, período o lapso histórico. Por lo general, la palabra es utilizada con un sentido negativo, para designar que algo no está ubicado de manera apropiada en el tiempo que le corresponde. Este es el sentido que con frecuencia se aplica a la teología de la liberación. Se dice, por ejemplo, que es una cosa del pasado, que ya no tiene sentido hablar de ella porque está muerta y enterrada, y que, además, las realidades han cambiado.
Algunos sostienen que con la entronización de los dos papas de línea conservadora (Juan Pablo II y Benedicto XVI), se ha producido un acorralamiento, aunque no derrota, de esta teología. En muchos círculos de la Iglesia católica, la teología de la liberación, más que anacrónica, es inexistente. En los seminarios o centros de formación teológica vinculados a la institución eclesiástica, no parece haber existido ni existir. Pero la intención consciente o inconsciente de someterla al olvido no ha tenido éxito; más bien, se ha quedado en un deseo frustrado de sus adversarios. En este contexto, ¿por qué podemos afirmar que la teología de la liberación sigue siendo necesaria y útil, a pesar de los múltiples ataques sufridos desde su nacimiento hace cuarenta años? Respondamos al menos desde dos argumentos básicos.
Digamos, en primer lugar, que, para sorpresa de muchos cristianos mal informados, “liberación” es una palabra central en la revelación y en la proclamación evangélica. Junto con “salvación”, es uno de los términos fundamentales para expresar la acción divina y, en el Nuevo Testamento, para caracterizar la acción y mensaje de Jesús de Nazaret. En el libro del Éxodo, se manifiestan de manera admirable las características esenciales del Dios de Israel: actúa por amor compasivo hacia los que llama su pueblo; conoce bien los sufrimientos de los suyos, oye sus clamores y no permanece indiferente, porque el sufrimiento y el clamor de los desvalidos conmueve su corazón, y, en consecuencia, reacciona liberando.
Por otra parte, el Evangelio de Lucas nos presenta uno de los pocos resúmenes que tenemos de la misión de Jesús, donde se concreta y actualiza lo anunciado por el profeta Isaías: “Me ha enviado [el Espíritu del Señor] a anunciar a los pobres la buena noticia [Evangelio], a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Según Lucas, Jesús se siente enviado a cuatro grupos de personas: los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos; son los que más dentro lleva en su corazón, los que más le preocupan.
La liberación, pues, no es un tema teológico entre muchos, menos una moda, sino algo central de la revelación (del modo de ser de Dios) que ha sido efectivamente recuperado por la teología que surgió en América Latina. Para el teólogo Jon Sobrino, “lo específico de la teología de la liberación consiste en un modo concreto de ejercitar la inteligencia, guiado por el principio liberación”. Es decir, no es solo un tema, sino un principio (fundamento) que pone en marcha un proceso intelectual y le ofrece permanentemente un sentido y una luz determinada. A tal grado es esto así, que se llega a afirmar que toda teología o es liberadora o no es teología.
En segundo lugar, la teología de la liberación sigue siendo necesaria y útil por el lugar específico desde el que se hace. Hay un acuerdo común entre los teólogos de la liberación respecto a la razón por la cual fue en América Latina donde se recuperó la liberación como algo central de la fe cristiana: es un continente empobrecido; pobreza que hoy se extiende a otros continentes (África es un ejemplo dramático de esa realidad en el mundo de la globalización). De nuevo, Sobrino sostiene que “en el origen de la teología de la liberación no está la curiosidad intelectual, ni la admiración aristotélica, ni el deseo de explicar mejor el dogma o defender la ortodoxia, ni dar sentido a la subjetividad angustiada, sino la esperanza de liberación para un mundo oprimido. Hay que liberar al pobre, hay que bajar de la cruz al pueblo crucificado. Y por esa razón —y no por otras— hay que liberar a la teología”.
La situación dramática de empobrecimiento y miseria, que desarrolló el ejercicio de una inteligencia guiada por el “principio liberación”, ha cobrado nuevas formas y se ha extendido en el mundo llamado “en desarrollo”. Según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el planeta hay más de mil millones de seres humanos que viven con menos de un dólar al día; el 20% de la población mundial concentra el 90% de las riquezas; un niño de cada cinco no tiene acceso a la educación primaria; las mujeres ganan 25% menos que los hombres de similares competencias; 876 millones de adultos son analfabetos, de los cuales más del 60% son mujeres; 42 millones de personas viven con el virus del sida, de las cuales 39 millones viven en países en desarrollo; el VIH/sida es la principal causa de fallecimiento en África subsahariana; al horizonte de 2020, algunos países africanos podrían perder más de una cuarta parte de su población activa por causa del sida; 2,800 millones de personas viven con menos de dos dólares al día. Dejarse afectar por esta opresión real del mundo globalizado, y reaccionar con una praxis liberadora, siguen siendo rasgos propios de la teología de la liberación hoy.
El nuevo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Gerhard Müller, se ha planteado este desafío al mejor estilo de las preguntas genuinas de la teología de la liberación: “¿Cómo podemos hablar del amor y de la misericordia de Dios ante el sufrimiento de tantas personas que no tienen comida, agua, asistencia sanitaria, que no pueden ofrecer un futuro a sus hijos, que viven en lugares donde falta la dignidad humana, donde los derechos humanos son ignorados por los poderosos?”. En esta pregunta del Prefecto está la preocupación honda por el tipo de teología que hay que hacer para saber responder a los problemas de los pobres y excluidos.
El teólogo Leonardo Boff plantea que las dos grandes utopías que hay que cultivar desde la teología son la salvaguarda de la tierra y la unidad de la familia humana en respuesta al doble grito: el del planeta y el de los seres humanos empobrecidos. Afirma que tierra y humanidad forman una unidad; tienen un mismo destino. La función de la teología, por tanto, será hoy y en el futuro salvar esta unidad entre la tierra y la humanidad. Qué duda cabe, entonces, de que la teología de la liberación sigue siendo necesaria. No es anacrónica, sino actual. Y, sobre todo, sigue siendo una teología viva, anclada en el mundo real, donde cultiva —a modo de fermento— la profecía (identificando y denunciando los grandes males históricos) y la utopía (de la vida justa y digna para los pobres).