FUNDADOR DE LA FAMILIA SALESIANA

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COLEGIO SALESIANO - SALESIAR IKASTETXEA

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ATALAYA

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lunes, 12 de diciembre de 2011

No le hagamos más daño a la Iglesia


José M. Castillo, teólogo

San Pablo tenía una obsesión: vivir de tal manera que su conducta no fuera para nadie motivo de alejarse del Evangelio. Era ésta una obsesión que tenía un fundamento muy serio: Pablo sabía que todo lo que aleja del Evangelio, por eso mismo aleja también de la Iglesia. Y esto era, sin duda alguna, lo que más le dolía al apóstol Pablo.
Este razonamiento, tan sencillo y tan claro, es el argumento que Pablo utilizó siempre para justificar por qué, teniendo tanto que hacer, no renunció nunca a su trabajo, el oficio duro de fabricar tiendas de campaña, con el que se ganaba la vida. Pablo sabía que la predicación del Evangelio y la organización de las comunidades (”iglesias”) le daba derecho a vivir de esa tarea en favor de los demás. Pero Pablo repite, una y otra vez, que él renunció libremente a ese derecho “para no crear obstáculo alguno al Evangelio” (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 2, 6-12; 4, 10 ss; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12; 12, 13-18; Hech 20, 33-35; cf. Hech 18, 1-4). Por tanto, Pablo sabía que, a veces, vivir de la religión, le crea problemas a la religión. Por eso Pablo cortó por lo sano. Y, en consecuencia, vivió de su trabajo, como todo hijo de vecino.
La consecuencia, que se deduce de lo dicho, es clara: lo mejor que puede hacer la Iglesia, para tener credibilidad ante la gente, es renunciar a beneficios y privilegios económicos, a los que en otros tiempos tuvo derecho, para recuperar el crédito que ha perdido. Y, sobre todo, porque ahora mismo hay gente que pasa hambre y sufre necesidades apremiantes.
Es necesario - precisamente por amor a la Iglesia - recordar estas cosas en este momento. Los medios de comunicación acaban de difundir la decisión que ha tomado el Gobierno de Mario Monti en Italia. Se trata de la decisión según la cual la Iglesia queda exenta de pagar el Impuesto de Bienes Inmuebles (ICI). Y es importante saber que ese impuesto, en Italia, supone mucho dinero, cantidades asombrosas de dinero. Porque los bienes inmuebles de la Iglesia, en Italia, son muchos miles de edificios de todo tipo. Sería estremecedor saber la cantidad total de posesiones que la Iglesia tiene en la atormentada Europa.
Y sería más estremecedor aún poder precisar la cantidad de dinero que la Iglesia deja de pagar por los privilegios económicos y beneficios fiscales de los que disfruta en este continente en bancarrota. ¿Sabe mucha gente que la Iglesia española ha alcanzado con Zapatero más privilegios fiscales que tenía con Franco? Esto es tan cierto que, sobre este punto, se ha escrito - que yo sepa, por lo menos - una tesis doctoral bien documentada.
Así las cosas, la pregunta que tenemos que hacernos todos los que nos interesamos por el bien y la ejemplaridad de la Iglesia, quienes afirmamos que nos interesa y deseamos que haga el mayor bien que esté a su alcance, es una pregunta tan sencilla como fuerte: lo más ejemplar que la Iglesia podría hacer en Europa, en este momento, ¿no sería dar un decreto obligando a todas las diócesis e instituciones religiosas a renunciar a todos los privilegios económicos de los que gozan y de los que se aprovechan abundantemente?
Quiero decir: ¿no sería lo mejor, que la religión podría hacer en esta situación de crisis, ofrecer a los parados, a los sin techo, a los “nadies”, todo el dinero del que ella se beneficia a base de privilegios económicos que nadie más que la Iglesia tiene? Es verdad que la Iglesia, mediante CÁRITAS y tantas otras obras benéficas ayuda a miles de gentes necesitadas. Pero, ¿no es cierto que ayudaría indeciblemente más renunciando a todo el dinero que percibe por tantos otros capítulos que nada tienen que ver con la beneficencia?

Perdón


Josemaría Sarrionandia, 12-Diciembre-2011  Atrio

Se perdonan las deudas y las ofensas. Ahora bien, ¿qué sucede cuando el deudor o el ofensor no sabe lo que hace? La deuda impagada es una ofensa y la ofensa no reconocida es una deuda. Al pagar la deuda ésta desaparece y, al reconocer la ofensa como ofensa, la misma desaparece.
Condicionar el perdón a la justicia es desconocer el perdón. De hecho, perdonar es justicia ya que el perdonar reconoce el desconocimiento de lo que se está haciendo. Es curioso: si perdonamos, no perdonamos la ofensa que no existe por desconocimiento de la misma. Claro que si el perdonado desconoce la ofensa igualmente desconocerá el perdón y, entonces, no hay ni perdón ni ofensa. Pero si el perdonador conoce la ofensa se incapacita para perdonar, en cuyo caso, si hay ofensa y no hay perdón.
Esta confusión se aclara por la etimología de la palabra «perdonar». (Espero que Oscar esté de acuerdo). El prefijo “per” de per-donar indica continuidad, continuidad en el don. Si el pecado rompe el don, la gracia vuelve a reinstalar el don. El perdón demuestra que es imposible vivir en pecado, porque nadie puede “querer el mal como tal” y necesita disfrazarlo como bien de cualquier manera. Lo cual muestra que cuando pecamos no sabemos lo que hacemos y, por lo mismo, somos acreedores de per-don.
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Se me ocurre, y pido perdón por ello, que Munilla podría perdonar la resilencia de ETA y que podría perdonar las denuncias de Arregi, como Arregi le perdona a él el destierro al que lo enviaba.
Si están en desacuerdo con lo que digo protesten, pero perdonen.

Teléfono de la Esperanza


Joxe Arregi, teólogo

Domingo, 11 de Diciembre de 2011 -
hace unos días, la Diputación de Gipuzkoa concedió el Premio al Voluntario 2011 al Teléfono de la Esperanza. Os lo merecéis, amigas y amigos anónimos. No lo hacéis para ganar ningún premio ni en este mundo ni en el otro. Nunca aparecéis en los telediarios, y nunca se habla de vosotros en los periódicos. Pero ¿qué sería de nuestro mundo sin gente como vosotras/os? ¡Gracias!
(Honremos, de paso, al inventor del teléfono, Antonio Meucci que, hace algo más de 150 años, construyó un artefacto para conectar su oficina con su dormitorio, dos pisos más arriba, donde yacía su esposa sufriente. Por nada hubiese podido imaginar que, en muchos lugares del mundo, pronto habría más teléfonos que personas, y menos aun podría entender que a pesar de todo estamos más solos que nunca). El Teléfono de la Esperanza sigue fiel al propósito de quien lo inventó. Es el teléfono puesto al servicio de la escucha del que desespera, de la atención al que sufre, de la compañía al que se siente solo, terriblemente solo, aunque tal vez esté rodeado de gente y conectado con todo el mundo.
“Aquí el Teléfono de la Esperanza, ¿en qué puedo ayudarle?”. Así empieza todo, aunque la historia empieza antes, al otro lado, todavía mudo. “Aquí el Teléfono de la Esperanza”. ¡Benditas palabras! ¡Benditas las manos que, con temerosa determinación, descuelgan el teléfono y lo acercan al oído! ¡Benditos los labios que, inseguros, tal vez temblorosos, se resuelven a pronunciar esas palabras: “¿En qué puedo ayudarle?”. Es como un ancla salvadora lanzada al otro lado, sin ni siquiera saber todavía a dónde.
¿Quién está al otro lado oscuro? Alguien al borde del abismo. Pero es como si, de repente, un ángel le rozara, como si un ángel le tendiera la mano, como si un ángel le dijera con infinita dulzura: “¡Oh! ¿Qué te pasa, amiga, amigo mío? ¿Qué te duele?”. Y con esas palabras puede empezar otra historia. La esperanza se abre camino a través de todo un equipo de psicólogos, abogados, psiquiatras, educadores y familiares. Todos voluntarios. Es como una gran posada en el mundo, donde tantos desalentados recuperan el aliento. Es como aquella pequeña posada del buen samaritano cerca de Jericó. Alguien, malherido al borde del camino, siente que no está solo, que nunca lo estará, aun cuando ya no pueda más y se precipite sin remedio al fondo del abismo. También allí, alguien se inclina y le dice al oído y al corazón: “No tengas miedo, estoy contigo”.
El milagro sucede cada día, 24 horas al día, 365 días al año, aunque nadie lo sepa, aunque no lo certifique ninguna comisión vaticana ni conste en ningún proceso de beatificación, que no sé qué tienen que ver con los auténticos milagros, los de la vida a cada hora. Es un milagro que un náufrago de la vida, en medio de su angustia, con el pequeño resto de fe que aún le queda, marque un número llamado de la Esperanza porque sabe que en alguna parte queda todavía compasión y escucha. Ha sucedido más de 4 millones de veces, durante 40 años, desde que Serafín Madrid, un hermano de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, fundara el Teléfono de la Esperanza en Sevilla en 1971. Era un hombre libre, era un buen samaritano, que nunca dio un rodeo para evitar al herido.
Era un discípulo de Jesús que decía: “Yo solo me arrodillo ante Dios y ante el sufrimiento de los más débiles”. Cada vez que se arrodillaba ante Dios era para atender a un herido. Cada vez que se arrodillaba ante un herido, se arrodillaba ante Dios. Eso es el Evangelio. Y no hay otro milagro. En realidad, todo es milagro cuando es para bien, y el bien está en todo, a pesar de todo.
El oído, por ejemplo, es un milagro tan maravilloso como la más extraordinaria curación de Lourdes (la única diferencia es que se repite más veces): que las ondas sonoras sean recogidas en nuestras orejas y transmitidas al tímpano y que el tímpano vibre y que las vibraciones se comuniquen, mediante una cadena de huesecillos llamados martillo, yunque y estribo, hasta la trompa de Eustaquio, y que, al pasar por los líquidos del caracol o cóclea que es un sistema de tubos enrollados, activen las células pilosas y que éstas transformen las ondas sonoras en impulsos eléctricos y los transmitan al nervio auditivo, y que éste lleve la información al cerebro y que el cerebro lo interprete como rumor de la lluvia o silbido del viento, como cello de Bach o tu nombre propio…, ¿no es eso maravilloso?
Pues todo eso no es todavía más que el oído. La escucha es todavía más maravillosa. Escuchar viene del latín auscultare, que significa inclinar la oreja. Y ese es el arte del Teléfono de la Esperanza. El que escucha no pregunta, no inquiere, no juzga. No ofrece soluciones, ni siquiera da consejos, o no tiene por qué. Simplemente, se inclina y acoge al que habla, como un ángel de la guarda. Y ahí se produce el mayor milagro. Las ondas sonoras que eran gemidos de soledad y angustia vuelven convertidas en Espíritu de consuelo y esperanza.
Así es el misterio de Dios. “Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy humilde y pobre” (Sal 85,1). Es una forma de hablar, pues Dios no se hace rogar como un señor. Dios es la más pura condescendencia que se inclina y escucha. Necesitamos ser escuchados. E. Schillebeeckx, uno de los mayores teólogos del siglo XX, escribió que toda nuestra vida, la historia entera desde un comienzo desconocido hasta el fin que ignoramos, es como un largo relato que Dios escucha estremecido sin atreverse a interrumpir. Dios es esa escucha estremecida que sostiene. Y decir “silencio de Dios” es una forma de decir el infinito respeto, la infinita acogida. Y sí, creemos que esa escucha infinita hecha de respeto y acogida es capaz de transformar nuestras historias y toda la historia.
Mira el icono de la Trinidad de Rublev, de 1425. Representa la escena de aquella misteriosa visita que recibió Abrahán en el encinar de Mambré y que nos cuenta el capítulo 18 del Génesis. ¿Es Ella o es Él? ¿Es uno o son tres? No se sabe. Abrahán corre a saludarlo(s), o a saludarla(s). Aparentemente, Rublev ha eliminado de su icono a Abrahán y a Sara, y solo representa a tres ángeles, a Dios en forma de tres: el uno es soledad, el dos es separación, el tres es comunión en la diferencia y el respeto.
Mira con qué infinita tristeza habla el ángel del centro (”Dios Padre-Madre”) al ángel de la izquierda, con qué reverente atención escucha el ángel de la izquierda (”el Hijo”) y con qué dulzura maternal consuela a ambos el de la derecha (”el Espíritu Santo”). Dios es escucha infinita, pero también infinita necesidad de escucha. Pero ¿dónde están Abrahán y Sara en ese icono? Hablan, se escuchan, se aman dentro de la tienda. Y luego nació Isaac, el “hijo de la risa”, y siguió la historia.